LA PATRIA SOBERANA

Kursant
18 de julio de 2024


SOBERANÍA NACIONAL

El capitalismo crepuscular, el imperialismo en descomposición, plantea al proletariado el problema de la soberanía nacional. A medida que las viejas formas se pudren irremediablemente, el colapso inminente –por más que temporal– del sistema capitalista global ofrece una ventana de posibilidad a la clase obrera: la agudización de las condiciones para lanzar la revolución. Podríamos expresarlo de otro modo más sencillo: la fallida del sistema burgués proporciona al proletariado mundial la mejor oportunidad de arrebatarle el poder a la clase capitalista, de «conquistar el poder político, elevarse a la condición de clase nacional1». Sin embargo, no son pocas las voces que reclaman la recuperación de la «soberanía nacional», sea como precondición para la transición al socialismo, como dicen el PML(rc) y su Frente Obrero, sea como objetivo ínsito en la reforma, como reza Sumar. La soberanía aparenta ser ese destino universal, ese «buen hacer», burgués o no, que se relaciona con el «bien común», con el «desarrollo» de un país en base a «sus necesidades». Si una nación burguesa «tiene la soberanía», tal cosa significa que es potencia imperialista y que, en consecuencia, es capaz de dictar hasta la última coma de «su acción» interna y externa. Y si bien es cierto que una nación desposeída de soberanía también lo es de Estado, España es, a tenor de la opinión general, un Estado sin soberanía. También ocurre que los Estados Unidos o, mejor dicho, su Estado federal parece carecer de la capacidad de regir su vida interna. A él no solo se le oponen los gobiernos estatales, sino las grandes compañías, que revientan el mercado con sus drogas, cambian las agendas con sus lobbies y rigen con mano de hierro los mercados con sus cárteles. Y, esperad, que si volvemos a España todavía nos encontraremos una casuística más: la de la nación sin Estado que, con sus tejemanejes, es capaz de «someter» la soberanía del Estado al que pertenece. «¡Cuánto poder tiene Puigdemont!» –dicen– «¡Cómo es capaz de arrebatarle millones a los españoles!». Y esto, claro, es contradictorio.

Con este artículo, camaradas, nos proponemos realizar nuestra primera introducción a este debate que sin atisbo de dudas está revestido de especial importancia. Para tal fin, hemos planteado un recorrido en el que desgranaremos el verdadero significado de aquello denominado «soberanía nacional» para, luego, contraponerlo –brevemente– al caso de la España moderna. Así, pasaremos de la soberanía a la nación, y de la nación a la España moderna. Al fin y al cabo, camaradas,

¿Dónde está la soberanía cuando los órganos elegidos del pueblo, representantes de la soberanía nacional, realizan no una política nacional de respeto a la voluntad popular, sino una política dictada por la oligarquía financiera, por un núcleo de oligarquías que tiene en sus manos la riqueza nacional e imperial?2

Intentaremos responder a esta pregunta.

EL LEVIATÁN

Si acudimos a la RAE, encontraremos una primera definición de soberanía en su segunda acepción:

2. f. Poder político supremo que corresponde a un Estado independiente.

Esta definición sintetiza magníficamente el sentido «primigenio» y aparente de la palabra: la soberanía es el poder del Estado, «mediador» social que se ubica por encima de todos sus habitantes. Esta es la «acepción» del término cuyos orígenes podemos rastrear hasta «El Leviatán», de Thomas Hobbes, del que Marx dijo que: «Tomás Hobbes, uno de los más viejos economistas y de los filósofos más originales de Inglaterra, vio ya, en su Leviathan, instintivamente, este punto, que todos sus sucesores han pasado por alto». En su obra, Hobbes no hace otra cosa que fundamentar –justificar, si se prefiere– el desarrollo del aparato político en la era tardo-feudal europea y su paso definitivo a la monarquía absolutista, con su consiguiente desarrollo del Estado premoderno, como forma de garantizar el dominio absoluto de las capas superiores de la aristocracia frente a la baja nobleza, la burguesía pujante y las capas más desarrolladas del campesinado y el artesanado. La publicación del libro llevó a Hobbes a la ruptura con los monárquicos exiliados por su carácter secularizante, siendo acogido en Inglaterra en el 1651 gracias a sus buenas relaciones con Carlos II, monarca del que Cromwell era «protector». Así, el pensador inglés define «soberanía» del siguiente modo:

Hecho esto, la multitud así unida en una persona se denomina ESTADO, en latín, civitas. Esta es la generación de aquel gran LEVIATAN, o más bien –hablando con más reverencia–, de aquel dios mortal, al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa. Porque en virtud de esta autoridad que se le confiere por cada hombre particular en el Estado, posee y utiliza tanto poder y fortaleza, que por el terror que inspira es capaz de conformar las voluntades de todos ellos para la paz, en su propio país, y para la mutua ayuda contra sus enemigos, en el extranjero. Y en ello consiste la esencia del Estado, que podemos definir así: una persona de cuyos actos una gran multitud, por pactos mutuos, realizados entre sí, ha sido instituida por cada uno como autor, al objeto de que pueda utilizar la fortaleza y medios de todos, como lo juzgue oportuno, para asegurar la paz y defensa común. El titular de esta persona se denomina SOBERANO, y se dice que tiene poder soberano; cada uno de los que le rodean es SÚBDITO suyo.

Con tal de comprender la aportación de Hobbes es necesario que comprendamos, primero, el momento histórico en que se produce. «El Leviatán» es concluido en las postrimerías de la Guerra Civil Inglesa, conflicto interrumpido que abarcó el periodo comprendido entre 1642 y 1651 y que concluyó con una victoria efímera de los Parlamentaristas. Estas concreciones, sin embargo, no resultan de gran interés para la cuestión que nos ocupa, mas sí lo hacen las «generalidades». El modo de producción feudal se caracteriza por la siguiente relación de explotación: el señor posee la tierra a la que el campesino sin tierra, el siervo de gleba, está adscrito. Este campesino posee el usufructo de la tierra, por el que debe pagar a su señor una parte de la cosecha, así como una lista de servicios. Esta relación de dominación es personal, pues los campesinos rinden vasallaje a un señor concreto que, a su vez, no solo les cede sus tierras, sino que debe cumplir una serie de obligaciones hacia los súbditos –destacándose su protección–. Pero esta relación de producción existe también a escala ampliada. Esta cesión de tierras ocurre también verticalmente. El señor de una baronía, un caballero generalmente, rinde vasallaje a un conde que, además de controlar directamente su baronía, es el señor de un condado –una suma de varonías–. Este conde dicta la ley en sus tierras –siempre que no contradigan la ley ducal o real–, reclama una parte del plusproducto que se han apropiado sus barones y recauda los impuestos. El proceso se vuelve a repetir: varios condados conforman un ducado, y varios ducados conforman un reino. Es preciso incidir también en que aquí no existe todavía la distinción ideológica propia del capitalismo: el poder político no es «extraeconómico». El señor feudal rige la totalidad de la sociedad en su pedazo de tierra en consonancia con lo dictado por su señor y por el rey –el señor «último»–. Las ciudades, pese a constituir feudos, encuentran un espacio «especial», pues en ellas los gremios y los comerciantes empiezan a desarrollar formas económicas y políticas que escapan la lógica feudal. 

Las relaciones feudo-vasalláticas son enmarañadas, claro está, y los señores pugnan entre sí por adquirir más tierras. Ocurre también que el dictamen del rey suele entrar en contradicción con el del duque o el del conde, y pronto estallan las guerras en las que los señores demuestran lealtad a aquellos con los que han establecido relaciones en mejores términos. Habiendo acumulado títulos, renombre y tierras, y realizando generosas concesiones y favores a los gremios que producen armamento y los bancos que pagan las campañas, los grandes monarcas se embarcan, ya en el siglo XV, en guerras de proporciones inimaginables. Y una vez han ensanchado sus dominios, topan con los límites de su grandeza: poseen tantos ducados como duques. Y la ambición de un duque es inigualable. Así, en el siglo XVI, se agravan los conflictos internos en los reinos, que tras medio siglo de revueltas campesinas y la brutal Guerra de los 30 años degenerarán, en el siglo XVII, en guerras «civiles» a gran escala. Los grandes monarcas intentarán cimentar su poder, su control sobre sus vasallos, creando una estructura militar, burocrática y administrativa que les brindará el control «absoluto» sobre sus dominios. Hobbes lo justifica así:

 El único camino para erigir semejante poder común, capaz de defenderlos contra la invasión de los extranjeros y contra las injurias ajenas, asegurándoles de tal suerte que por su propia actividad y por los frutos de la tierra puedan nutrirse a sí mismos y vivir satisfechos, es conferir todo su poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus voluntades a una sola voluntad. Esto equivale a decir: elegir un hombre o una asamblea de hombres que represente su personalidad; y que cada uno considere como propio y se reconozca a sí mismo como autor de cualquiera cosa que haga o promueva quien representa su persona, en aquellas cosas que conciernen a la paz y a la seguridad comunes; que, además, sometan sus voluntades cada uno a la voluntad de aquél, y sus juicios a su juicio. Esto es algo más que consentimiento o concordia; es una unidad real de todo ello en una y la misma persona, instituida por pacto de cada hombre con los demás, en forma tal como si cada uno dijera a todos: autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de hombres mi derecho de gobernarme a mí mismo, con la condición de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho, y autorizaréis todos sus actos de la misma manera.

Podemos decir, pues, que la soberanía en su sentido absolutista radica en el poder absoluto del monarca en un término efectivo, en sus poderes dictatoriales a la romana –es decir, poderes de excepción, solo que ahora permanentes–, a través del Estado, que se encarga de hacer cumplir su voluntad. El Estado es, de este modo, una emanación de la voluntad política del monarca, el aparato que se alza sobre toda la sociedad y la regula en consonancia con el depositario máximo de la responsabilidad sobre el reino. De esta concepción, la que reza que la soberanía reside en el Estado –por más que éste sea una extensión del monarca en la propuesta del filósofo inglés–, podemos trazar el fundamento teórico legal de la soberanía entendida a la burguesa.

La burguesía ascensional, clase subalterna que se erige como superadora del modo de producción feudal, se apropia de una forma de Estado copiosamente desarrollado y modernizado. Porque el Estado que preconiza Hobbes, cuya existencia se encuentra ya contenida en la lucha política que presencia, es el precursor de los estados aristócratas europeos que sucumbirán a las revoluciones burguesas. Estos nuevos estados se convierten, desde finales del siglo XVII, en verdaderos Leviatanes. El aumento imparable del funcionariado, de los jueces, de los ejércitos y de las cancillerías trae consigo una división apreciable por primera vez en la historia: la aristocracia, los gremios y la naciente burguesía controlan la producción de sus tierras, talleres y compañías, pero la gestión política, jurídica y legal en su conjunto es ahora asumida por el Estado. Se cimenta, de este modo, la división entre «política» y «economía», que podríamos definir más exactamente como gestión de un Estado en su conjunto, por un lado, y embrión de la gestión anárquica de la producción, por el otro.

Pero estos estados son contradictorios. Aunque los gobernadores, alcaides y comandantes provienen de las familias nobles, que se reparten los puestos en arreglo a su ascendente, alcaldes, funcionarios y brigadieres provienen de las clases subalternas: súbditos bienestantes, burgueses y profesionales liberales engrosan el funcionariado. De este modo, la baja oficialidad que gana las «guerras de caballeros» innova sin capacidad de ascenso, los fiscales y abogados que hacen efectivas las leyes del monarca producen teoría en su contra, y los practicantes de las profesiones liberales de los que la nobleza echa mano para gestionar sus cada vez más enmarañados reinos miran a sus señores con rencor. Lo que intentamos señalar aquí es que el Estado absoluto que caduca se «prepara»  ya, sin saberlo, para convertirse en un órgano de gobierno «colectivo» o, mejor dicho, para convertirse en el «capitalista colectivo». En el feudalismo, los señores eran soberanos sobre sus terrenos y sus vasallos, y los señores de los señores, a su vez, de sus terrenos y de sus vasallos. No es hasta el ocaso del feudalismo que el monarca, máximo representante de la clase dominante, obtiene al fin, estado mediante, la soberanía como representante de toda su clase. Pero, a finales del siglo XVIII, el salto cualitativo se produciría con la violencia que le es propia a todo cambio histórico.

Las revoluciones burguesas barren con el mundo de los señores. Aunque el cambio iniciado en 1789 tardaría un siglo en consolidarse solamente en la Europa occidental, el asalto a la Bastilla precipitó un cambio que transformaría la forma en que la humanidad produce sus medios de vida y, con ellos, su misma vida. En sus revoluciones –muchas veces azuzadas por el proletariado– la burguesía no destruye el Estado absolutista por completo, sino que se apropia de él y lo transforma. Un aspecto de esta transformación, formal en apariencia, es el cambio radical en la concepción de la soberanía, del poder. La burguesía es la clase social dominante de un nuevo orden de clases. La relación de producción no es ya personal, sino impersonal. Antes, el súbdito juraba lealtad a su señor. Ahora, el proletario en general vende su fuerza de trabajo a la burguesía en general. Y esto tiene como consecuencia una alteración en la concepción del Estado, que ya no es la extensión del poder del monarca divino, sino que, como consta en la Constitución de la Francia revolucionaria:

Artículo 23. La garantía social consiste en la acción de todos para asegurar a cada uno el goce y la conservación de sus derechos; esta garantía reposa sobre la soberanía nacional.

Artículo 25. La soberanía reside en el pueblo; es una, indivisible, imprescriptible e inalienable.

Artículo 26. Ninguna porción del pueblo puede ejercer el poder que corresponde a todo él; pero cada sección del soberano, reunida en asamblea, debe tener el derecho a expresar su voluntad con entera libertad.

Así, el «pueblo» es el soberano. Eliminado el derecho divino, suprimidos los privilegios feudales, y reducidos los títulos nobiliarios a mercancías, todos los hombres «juegan», a priori, en condiciones de igualdad. Pero esta igualdad legal es la precondición de la supresión de las trabas gremiales y aristocráticas, la materialización legal de que, bajo el capitalismo, solo existen aquellos que poseen los medios de producción y aquellos que no poseen más que su fuerza de trabajo. El poder político real es sustentado por aquellos que poseen los medios de producción y, por supuesto, por las personas designadas por los primeros, de forma más o menos abierta, más o menos directa, para que ejecuten su voluntad.

De este modo, y en apariencia, el Estado no-personalista se convierte en la entidad soberana. El Estado parece encarnar, así, la voluntad de todas las clases, unidas todas ellas por la novísima forma social que la burguesía trae consigo: la nación. Ello se expresa con especial claridad en los instrumentos legales fundantes del Estado moderno: las constituciones. Tomemos, por ejemplo, la segunda sección del artículo primero de la Constitución española de 1978:

La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado.

El «pueblo» es aquí una amalgama heterogénea cuya única ligazón es la pertenencia a la nación. En el caso español, y también según la Constitución, como queda definido en su artículo segundo, una «nación de naciones»:

La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas.

De este modo, podemos afirmar que el artefacto ideológico por excelencia que vertebra la dominación burguesa no es otro que la nación, ese «invento» que leído a la vulgar no es más que una excusa que sirvió, primero, para unificar el mercado estatal y, después, para lanzar a los obreros «propios» a las carnicerías en masa en los que el valor de la vida humana se pierde entre el estruendo de la artillería y el traqueteo mecánico de las ametralladoras. Ocurre, pero, que la nación ni es solo un «invento», ni es solo, en su aspecto más amplio, «burguesa», como veremos en unas líneas. Pero fijaos, camaradas, que sin quererlo hemos introducido una innovación: hemos modificado, invertido el Estado de Hobbes de una forma orgánica, cuasi intuitiva. ¡Con qué facilidad hemos «acordado» que la nación es un elemento indispensable de la soberanía estatal! ¡Con qué rapidez nos hemos desprendido de la soberanía como extensión de la voluntad del monarca y la hemos «repartido» entre todas las gentes que pueblan una nación! Esto se debe, claro, a que entre la obra de Hobbes y la Constitución de 1978 pasan 327 años, no pocas revoluciones, y un cambio de modo de producción. La clase explotadora no es ya la aristocracia, sino la burguesía, y los siervos hace ya mucho que desaparecieron en gran parte del globo dando paso al esclavo moderno: el proletario.

Con este breve recorrido histórico hemos desgranado uno de los elementos del binomio «soberanía nacional» y, de paso, hemos introducido el segundo elemento en la misma medida en que el primero evolucionaba: la nación. Claro que, llegados a este punto, es necesaria una pequeña digresión.

LA NACIÓN

Si la soberanía es causa de discordia, la nación es casus belli. Decíamos unas líneas más arriba que la nación no puede ser leída a la vulgar, no puede ser comprendida como un «marco de acumulación» aderezado con una cultura –sea lo que quiera que ello signifique– y una lengua. Perú es una nación, pero allí se habla español, como en otra docena de Estados. El Imperio Austrohúngaro fue un marco de acumulación capitalista, pero estaba compuesto por una miríada de naciones. No, la nación no es ni una ni la otra cosa.

Para hablar de la nación lo haremos en contraposición a una obra que goza hoy de cierta relevancia. Nos referimos a «La base material de la nación», de Carlos Barros, enésimo académico dispuesto a «des-vulgarizar» el marxismo revolucionario retornando a la «ortodoxia marxiana». Si bien su texto contiene elementos que son de interés para los comunistas, lo que nos proponemos en este apartado es plantear qué es eso de la «nación». Y Barros nos dice que:

El método descriptivo y positivista consiste en generalizar los rasgos distintivos de las naciones, observados empíricamente, yendo de lo particular a lo general, seguido como es sabido por Stalin. Así nació su definición cerrada y dogmática de nación, destinada a tener gran difusión: “Nación es una comunidad humana estable, históricamente formada surgida sobre la base de la comunidad de idioma, de territorio, de vida económica y de psicología, manifestada ésta en la comunidad de cultura… Solo la presencia conjunta de todos los rasgos distintivos forma la nación”.3

De la definición de Stalin –que ni siquiera supone la totalidad del panfleto «el marxismo y la cuestión nacional», Barros toma «siete características», a saber: comunidad humana estable (1), históricamente formada (2), surgida sobre la base de la comunidad de idioma (3), de territorio (4), de vida económica (5) y de psicología (6), manifestada ésta en la comunidad de la cultura (7). En su lugar, Barros propone que:

La nación refleja la comunidad de las condiciones internas de producción, si bien el carácter contradictorio de éstas se reproduce, a un nivel superior, como contradicción entre naciones, dando lugar a las condiciones externas de producción –división del trabajo, relaciones comerciales, v.g.– y los conflictos internacionales por la apropiación y control del conjunto de las condiciones de producción. En definitiva: las condiciones externas de existencia nacional, económicas pero también políticas y culturales, intervienen autónomamente en el desarrollo interno de nación y son consecuencia del desenvolvimiento desigual y contradictorio del mundial sistema de naciones.

En su «avanzadísima» concepción de la nación, Barros retorna a Stalin, pero adereza su sesuda disquisición con otro hecho que le es intrínseco: el desarrollo desigual y combinado en un mundo en que las burguesías nacionales pugnan entre ellas. Veamos, primero, de qué forma se lee verdaderamente la definición de Stalin.

«El marxismo y la cuestión nacional», publicada en 1913, resulta de un encargo de Lenin fruto de las discusiones entre este y el bolchevique georgiano en diciembre de 1912. Barros señala acertadamente que el panfleto tiene tres objetivos primordiales:

1. Lanzar una definición simple y fácilmente asimilable para las masas obreras rusas.

2. Galvanizar la línea de los bolcheviques alrededor de la posición revolucionaria –la del derecho de las naciones a la autodeterminación– sin sacrificar la férrea unidad del partido revolucionario.

3. La de combatir la autonomía nacional y cultural de Bauer y el particularismo del Bund judío.

Sobre esta cuestión, su importancia táctico-estratégica, Lenin diría:

En cuanto al nacionalismo, coincido plenamente con usted: habría que ocuparse de esto más seriamente. Tenemos a un portentoso georgiano que se ha puesto a escribir para Prosveschenie un extenso artículo, para el cual ha reunido todos los materiales austríacos y otros. Nos empeñaremos en esto4.

Incidimos en estos factores porque el texto, que en absoluto supone la totalidad del trabajo de Stalin en relación a la cuestión nacional, tiene una clara finalidad propagandística y por tal razón es extremadamente simple. Ahora bien, lo que Stalin no afirma bajo ningún concepto –y basta con leer la totalidad de la breve obra– es que la nación sea una suerte de puzle que pueda ser construido en arreglo a la unión de piezas previamente disociadas de su todo. Porque la definición de Stalin no tiene «siete partes», sino tres: «La nación es una comunidad humana estable, históricamente formada (1) surgida sobre la base de la comunidad de idioma, de territorio, de vida económica y de psicología (2), manifestada ésta en la comunidad de cultura (3)». ¿Qué es, pues, una nación? Una comunidad humana desarrollada históricamente o, lo que es lo mismo, nacida en un momento histórico concreto –el periodo de las burguesías ascensionales–, cuyo verdadero poso no es la lengua o la cultura, sino las relaciones de producción existentes y relativamente contingentes en ella:

El problema fundamental para la joven burguesía es el mercado. Dar salida a sus mercancías y salir vencedora en su competencia con la burguesía de otra nacionalidad: he ahí su objetivo. De aquí su deseo de asegurarse «su» mercado, un mercado «propio». El mercado es la primera escuela en que la burguesía aprende el nacionalismo5.

En lo que se refiere al idioma, el bolchevique no lo contempla como el vehículo de la unidad espiritual-nacional, como tampoco lo entiende de forma exclusivista. En opinión de Stalin, una nación puede dotarse de una lengua que no le sea propia:

Esto no quiere decir, como es lógico, que diversas naciones hablen siempre y en todas partes idiomas diversos ni que todos los que hablen uno y el mismo idioma constituyan obligatoriamente una sola nación. Un idioma común para cada nación, ¡pero no obligatoriamente diversos idiomas para diversas naciones! No hay nación que hable a la vez diversos idiomas, ¡pero esto no quiere decir que no pueda haber dos naciones que hablen el mismo idioma! Los ingleses y los norteamericanos hablan el mismo idioma, y a pesar de esto no constituyen una sola nación. Otro tanto cabe decir de los noruegos y los daneses, de los ingleses y los irlandeses6.

Y esto es porque la lengua, dice Stalin en «El marxismo y los problemas de la lingüística», «(…) es el medio, el instrumento con el que los hombres se relacionan, intercambian ideas y logran entenderse unos a otros». Es decir, la lengua no es un nexo espiritual o cultural, sino un elemento que posibilita la existencia de la comunicación entre los hombres y, por ende, la existencia de las sociedades –clasistas o no–. En este sentido, la lengua preexiste a la nación y la sobrevive, manteniendo su estructura relativamente inalterada. La lengua encajaría en uno de aquellos elementos que Barros, dice en su obra, configuran la «nación en sí»; es decir, a aquellas comunidades humanas que prefiguran las naciones.

Y en lo relativo a la «psique», la descripción «positiva» de Stalin hace referencia a la autopercepción que los integrantes de la nación poseen en relación a la pertenencia a ella. Es decir, sería aquello que Barros denomina «nación para sí», que poco tiene que ver con el elemento cultural, fundamental en la definición de Bauer, que Stalin coloca en un momento lógico posterior, siendo el resultado de la homogeneización cultural de la burguesía dominante:

Pero, generalmente, la cosa no se limita al mercado. En la lucha se mezcla la burocracia semifeudal-semiburguesa de la nación dominante con sus métodos de «agarrar y no soltar». La burguesía de la nación dominadora -lo mismo da que se trate de la gran burguesía o de la pequeña- obtiene la posibilidad de deshacerse «más rápida» y «más resueltamente» de su competidor. Las «fuerzas» se unifican, y se empieza a adoptar toda una serie de medidas restrictivas contra la burguesía «alógena», medidas que se convierten en represiones. La lucha pasa de la esfera económica a la esfera política. Limitación de la libertad de movimiento, trabas al idioma, restricción de los derechos electorales, reducción de escuelas, trabas a la religión, etc., etc. llueven sobre la cabeza del «competidor». Naturalmente, estas medidas no sirven sólo a los intereses de las clases burguesas de la nación dominadora, sino también a los objetivos específicos de casta, por decirlo así, de la burocracia gobernante. Pero, desde el punto de vista de los resultados, esto es absolutamente igual: las clases burguesas y la burocracia se dan la mano en este caso, ya se trate de Austria-Hungría o de Rusia7.

Del mismo modo que nosotros no podemos escapar de esta clase de esclarecimientos, profundamente necesarios en un momento en que medra la confusión, Barros no puede escapar de Stalin. Sea como sea, y siendo que recomendamos la lectura de la obra de Barros, esta pequeña contraposición nos ha sido útil para esbozar la segunda parte del binomio «soberanía nacional»: el ente nacional, verdadero receptáculo de la soberanía en base al derecho burgués. La nación es el cuerpo que nace de la dominación de una burguesía particular sobre su proletariado, un resultado que trasciende el «marco de acumulación» o, valga la redundancia, el mercado nacional. No se trata de una comunidad indisoluble y eternamente unida, desde luego, pero la nación va más allá de la frontera, la bandera y el himno. En su aparición mistificada, la nación imprime una idea común, suplanta y socava los intereses clasistas y los sustituye por el «bien común nacional». Y para el derecho burgués es la nación, compuesta por infinitud de individuos, la que posee la capacidad de decidir sobre su propio destino. La soberanía nacional, en la forma democrático-burguesa, es delegada periódicamente a una clase política electa que no solo tiene la obligación de obedecer los deseos de sus votantes, sino que se ve obligada, al menos a priori, a encajar su proyecto político en el «bien común nacional».

Hemos visto ya de qué forma se apropia la burguesía del Estado absolutista, desarrollándolo y desbrozando los elementos aristocráticos de su estructura. El Estado, hemos convenido, es el soberano. Pero el Estado civil es también un Estado nacional, siervo y amo de un pueblo, de una nación, que existe necesaria y únicamente en contraposición al resto. Porque en la era del Imperio, lo que hace que una nación sea «realmente existente» –eso dicen los agentes del capital– es que su burguesía haya sido capaz de crearla, de dotarla de un Estado. Y así como el «pueblo» queda encarnado en la nación, el fruto de la dominación de una clase social sobre otra, el Estado «representa» su voluntad política «conjunta», el poder nacional extraeconómico que regla y encauza la «normalidad nacional». Por ende, y siguiendo esta senda, la soberanía nacional se desdobla en la voluntad política del ciudadano y en el «destino común» de la nación a la que pertenece, para, acto seguido, volver a fundirse en un único ente que encarna la una y la otra: el Estado. El Estado, parece, es el soberano.

EL ESTADO SOBERANO

Sobre el Estado, Lenin nos dice que:

Según Marx, el Estado es un órgano de dominación de clase, un órgano de opresión de una clase por otra, es la creación del «orden» que legaliza y afianza esta opresión, amortiguando los choques entre las clases. (…) Que el Estado es el órgano de dominación de una determinada clase, la cual no puede conciliarse con su antípoda (con la clase contrapuesta a ella), es algo que esta democracia pequeñoburguesa no podrá jamás comprender.8

El Estado se ubica ahora como un elemento disociado del resto de la sociedad, se eleva como ente rector que obedece a los intereses de la burguesía «en general», pero puede ir en contra de los intereses de las fracciones burguesas particulares. El Estado se encuentra inserido en las dinámicas de la clase a la que sirve, la gran burguesía nacional, pero necesita deslindarse, ganar una cierta independencia de ella en su sentido «político» en aras de ejercer como mediador entre sus diferentes fracciones y, a su vez, entre ellas y el resto de la sociedad. El Estado aparece, entonces, como una entidad separada de la clase dominante en su comprensión más mistificada, pero, en realidad, no es más que la encarnación de su poder político. Ello posibilita que sea comprendido como lo que no es –un «terreno neutral»– y, en tanto que encarnación de la nación –o de la unión, voluntaria o no, de naciones–, como receptáculo de la soberanía nacional. Uno de los teóricos burgueses más transparentes del pasado siglo, el fascista Carl Schmitt, dice lo que sigue:

Cuando la Nación como sujeto del poder constituyente se enfrenta con el Monarca absoluto y suprime su absolutismo, se coloca en su puesto de la misma absoluta manera. […] El vigor político de este acontecimiento condujo a un aumento del poder del Estado, a la más intensa unidad e indivisibilidad, unité e indivisibilité9.

Y sobre la forma política preferida por el poder político de la burguesía dice que:

La burguesía hacía valer los derechos de la institución parlamentaria y la representación popular para contrarrestar las pretensiones políticas de una monarquía fuerte; para salvar la libertad y la propiedad privada ante un modelo de democracia proletaria buscaba la protección en un gobierno monárquico fuerte; la burguesía apelaba a los principios de libertad e igualdad contra la monarquía y la aristocracia; finalmente, para salvar la propiedad privada y a un concepto de ley propio del Estado de Derecho, la misma burguesía aplicaba esos principios con un carácter sagrado para limitar cualquier democracia de masas, pequeño-burguesa o proletaria10.

La claridad schmittiana, vocero de la burguesía en crisis, es de agradecer. Estos dos fragmentos recogen plenamente el juego «soberanista» que hemos intentado desgranar hasta ahora. Por un lado, la burguesía, en su fase ascensional, establece un poder político aparentemente restrictivo para con el poder –por redundante que parezca–. En realidad, este poder propone una división artificial entre el poder «político» y el poder «económico». Pero, como hemos visto, el poder «político» no es más que la gestión de las consecuencias del banquete, mientras que el poder «económico» es el verdadero rector de la sociedad burguesa, en la que el capital es poder.

Sin embargo, y aunque la burguesía imbuya al Estado y a los representantes políticos que forman parte de él de los poderes de emergencia –en potencia, como mínimo–, la concepción típicamente schmittiana del Estado hace aguas tan pronto como se comprende que el verdadero depositario de la soberanía, es decir, de la capacidad de decidir qué rumbo debe tomar un país, no es un individuo o una colección de instituciones, sino una clase social en su conjunto. Esta clase no decide al unísono de qué forma se despliega una nación en relación al resto, sino que lo hace de forma tan anárquica como se arregla la producción. Es la lucha fraccional, intestina, gran-burguesa la que decide, en primer lugar, el devenir de un Estado. Así nace la división de poderes, como garantía «inquebrantable» capaz de preservar el orden en las disputas burguesas, impidiendo la acumulación extrema de poder en uno de sus polos. Así nace también la dictadura fascista, poder de emergencia que el gran capital invoca cuando la zozobra se apodera del Estado. Y así se explica también la existencia de aquello que se denomina «Estado profundo», verdadera fuente de excitación conspirativa que, una vez examinado, se revela como un fenómeno mucho más mundano: aquel mediante el que los verdaderos soberanos influyen en su aparato a espaldas del «pueblo».

No debemos olvidar que las clases subalternas y, por supuesto, el proletariado, juegan también su papel. La correlación de fuerzas entre las diferentes clases sociales obliga a la burguesía a virar el rumbo de su empresa particular. Esto no implica, sin embargo, que el proletariado pueda poseer y dirigir el mismo instrumento que lo domina. Porque en su forma contemporánea, el Estado ensombrece la tierra, y aparece como una entidad omnímoda y omnipotente con más fuerza que nunca. Pero el Estado no es todopoderoso: es una máquina. Y las máquinas se pueden romper.

Así, la soberanía aparece en el mismo momento en que lo hace la dominación del hombre sobre el hombre. La detenta, en general, la clase social dominante en la formación social que se erige sobre un modo producción determinado y, de forma más concreta, una fracción de la misma. En la era del capitalismo, la soberanía aparece como un hecho nacional, común a todos los integrantes de la unidad territorial bajo el control de una fracción mundial de la burguesía. Pero su verdadero receptáculo es el gran capital, cuyo método de dominación predilecto es la democracia burguesa, capaz de gestionar los resultados de las relaciones que rigen una sociedad. Tan pronto como esta democracia es puesta en jaque, los grandes burgueses restringen el acceso a la soberanía mediante los más diversos métodos: desde los «Estados de excepción» hasta las dictaduras fascistas. Pero la explicación de este fenómeno, camaradas, escapa los objetivos y la extensión de este artículo. Volveremos, no lo dudéis, a esta cuestión, pues el fascio es revitalizado. Por el momento os recomendamos la lectura de uno de nuestros anteriores escritos en el que introducimos esta cuestión.

Con esto damos por concluida la sección del artículo destinada a esclarecer qué es aquello de la «soberanía nacional». Queda ver, entonces, si la burguesía española es soberana de su propio país o si, por el contrario, es una fuerza dominada por otras potencias imperialistas, carente de agencia en sus fronteras.

EL LUGAR DE ESPAÑA BAJO EL SOL

Volvemos, al fin, a la España «sin soberanía». Perfilados los elementos fundamentales sobre los que reposa esta cuestión, es pertinente esclarecer cuáles son, en líneas generales, las posiciones que le niegan a España su condición como Estado soberano. Realizamos primero este ejercicio, el de comprender los relatos que, de forma más o menos general, se articulan alrededor de esta negación ciega, porque ambos descansan sobre las mismas afirmaciones y, al fin y al cabo, constituyen dos formas encubiertas de nacionalismo.

Los hay, por un lado, que consideran que España es un Estado «imperializado» por las potencias europeas o por los países otanistas. Estas organizaciones, cuyo más destacado representante es el Frente Obrero, arguyen que la burguesía nacional está sometida por la extranjera, que su despliegue político viene dictado unilateralmente por las potencias extranjeras y que, por lo tanto, la política española burguesa actual es «antinacional». Las líneas que preceden a este apartado dan buena cuenta de la multiplicidad de engaños y trampantojos de los que estas corrientes se sirven para presentar esta posición, pudiendo agruparlas todas ellas en una misma afirmación: confunden, intencionadamente o no, la soberanía de la burguesía con los intereses del proletariado, presentando programas que aproximan España al fascismo.

La segunda posición que niega la soberanía «completa» de España reza que el país se ha «disuelto», como tantos otros, en un conglomerado supranacional; en este caso, la Unión Europea. Confundiendo –de nuevo, de forma intencionada o no– las alianzas internacionales burguesas, las organizaciones de saqueo imperial y la mundialización del capital, estas organizaciones pueden ser agrupadas, a su vez, en dos corrientes distintas. La primera, y tal vez la antigua Podemos sea su mayor vestigio, justifica –parcialmente– la inoperancia política del social-liberalismo por la influencia de los grandes conglomerados, políticos y económicos, extranjeros, que tendrían hordas de agentes a su servicio. La segunda, y aquí encontramos a los representantes de la socialdemocracia moderna, sostiene que las naciones se han «integrado» en grandes capitalistas colectivos transnacionales, por lo que proponen la disolución de los Estados modernos, inoperantes e insuficientes incluso en la escala organizativa del Partido Comunista, en estas grandes entidades, que serían, en su simultánea totalidad, el escenario de la revolución comunista. Esta posición nacionalista de pequeña nación propone un tímido rescate de la autonomía nacional y cultural –paradigma organizativo incluido– cuyo resultado último sería el afloramiento de entidades nacionales-autónomas en las repúblicas socialistas de gran escala. En el caso de España, esta entidad supranacional sería, como ya hemos dicho, la Unión Europea.

Nacionalismo de grande y pequeña nación, pequeña burguesía radicalizada a izquierda y a derecha: ambas niegan la agencia de la burguesía española porque, en tanto que burgueses ellos mismos, nunca antes habían visto su posición y su poder tan debilitados. Pero ni los Estados como unidad sobre la que se despliega el capital han caducado, ni la respuesta se haya en el análisis capcioso. España no está secuestrada, y la aplicación del derecho de autodeterminación, principio ineludible de la práctica de los comunistas, no está emparejada a las entelequias basadas en el formalismo burgués. Porque España, camaradas, es un país imperialista, y su burguesía, la nuestra, posee la completa soberanía.

Empezaremos por una cuestión fundamental: para que un país sea una potencia imperialista, o para que sea imperialista en potencia, requiere, en primer lugar, de ser soberano. La relación entre la potencia imperial y la imperializada es dialéctica y se puede dar en simultaneidad y por escalas. Es indudable que desde los años 50 España es un aguerrido aliado de los Estados Unidos. El fascismo franquista obsequió al imperialismo yanqui con bases militares en suelo nacional y con mano de obra barata a cambio de los tan necesarios préstamos monetarios y valores de uso necesarios para terminar con una interminable posguerra. Podríamos decir que, en cierto modo, España está bajo el influjo de los Estados Unidos, que obedece sus directrices. Y tal cosa es cierta. Pero la burguesía española –y aquí incluimos a la catalana y a la vasca, secciones de una misma gran burguesía nacional– lo hace motu proprio, pues sus intereses se alinean con los del líder indiscutible de su bloque imperialista. A diferencia de Haití, un país carente de recursos, víctima de las sucesivas intervenciones políticas y económicas estadounidenses y, a fecha de la redacción de este artículo, un Estado fallido compuesto por decenas de «pequeños caudillajes», la España moderna escoge, dentro de la innegable asimetría, de qué forma juega con su director. Veamos algunos ejemplos.

Se suele asumir que la intervención española en Libia fue una imposición estadounidense, una de esas intervenciones a las que las tropas españolas acudieron en calidad de «vasallas del capital anglo-americano». Pero cuando en el año 2011, el «Hermano Líder» y «Guía de la Revolución de Libia» Muamar el Gadafi fue depuesto y posteriormente ejecutado por las fuerzas de la oposición, la participación de España no fue vicaria, sino protagónica. Desde la caída del régimen de Gadafi, peligrosamente cercano al fascismo, Libia se ha visto envuelta en una guerra civil protagonizada por grupos que emplean proclamas ideológicas como propaganda, pero cuyos cimientos son más bien étnicos y tribales. La desestabilización de Libia y su correspondiente golpe de gracia llevados a cabo por «occidente» se cimentan sobre una amplia gama de razones que no analizaremos aquí. Pero, en general, podemos sintetizar los hechos del siguiente modo: Gadafi y su régimen, sin poseer la fuerza suficiente, decidieron oponerse de forma errática al capital internacional gobernando un país sumido en una honda inestabilidad interna. La jugada salió mal, y mientras que a la dictadura la sucedieron otras, solo que más pequeñas, la esclavitud directa encontró un hueco entre el trabajo asalariado. Lo que nos interesa de este episodio es el despliegue de efectivos españoles en Libia, de una escala inusual para tratarse de un territorio en que España no tenía tropas desplegadas. Fue en Libia que José Julio Rodríguez, el Jefe De Estado Mayor de Defensa por aquél entonces, se ganó el apelativo de «Carnicero de Libia». Desconocemos si el actual secretario general de Podemos en la ciudad de Madrid ordenó a sus F-18 bombardear posiciones civiles. Todo parece apuntar a que no fue así, y que los cazas, las fragatas y el submarino español no causaron ni una sola baja. Pero esto también nos es irrelevante. El despliegue español en Libia, así como su presta entrada en calidad de policía internacional en el conflicto, se debió, ante todo, a la presencia de Repsol en el país desde el año 2000. El mayor campo de extracción de petróleo libanés es, de hecho, propiedad de Repsol, y produce la friolera de 280.000 barriles diarios. Con solo 52 empleados y gracias a la inestimable mediación del Gobierno de España, la petrolera desangra el país tras una guerra cuyas catastróficas consecuencias detuvieron la producción durante escasos cinco años. Repsol logra el «ciclo industrial completo» gracias a su presencia en Argelia, Libia, Marruecos, Mauritania, Sierra Leona, Liberia, Angola, Trinidad y Tobago, Estados Unidos, Colombia, Ecuador, Venezuela, Cuba, Perú, Bolivia, Brasil, Guyana y México. Hasta la nacionalización del gobierno de Fernández Kirchner del año 2012 y dese 1999, Repsol poseía el 97,81% de Yacimientos Petrolíferos Fiscales, empresa argentina petrolera estatal. Repsol, bajo su marca «Hispanoil», abre los mercados a golpe de talonario. Si los mercados se cierran, llaman a la caballería.

La Unión Europea, decíamos, es una organización engendrada por las potencias europeas cuya finalidad es el incrementar su protagonismo en el reparto del mercado mundial. La participación de España en esta empresa es profundamente lucrativa. España es uno de los mayores productores del mundo de productos cerámicos, encontrándose la mayoría de su producción en el clúster de Castellón. De entre todos los conglomerados que conforman el laberinto empresarial cerámico, Grupo Pamesa –de ahora en adelante «Pamesa», para mayor brevedad– es el agente más destacado.  El grupo es propiedad de Fernando Roig, miembro de la familia Roig. Su padre, Francisco Roig, fundó Mercadona en 1977 y también Pamesa Cerámicas –precursora de la actual Grupo Pamesa–. El principal accionista de Mercadona en la actualidad es su hermano, Juan Roig, que adquirió la empresa de su padre en 1981. Cabe mencionar que Roig –Juan, no Fernando– también es propietario del equipo de baloncesto Valencia Basket Club. En 2020, aprovechando la crisis derivada de la pandemia de COVID-19, Pamesa adquirió el 50% del capital social de dos empresas cerámicas castellonenses: Argenta Cerámica, asociada de ASCER, y Cifre Cerámica. De este modo el valor de la empresa ascendió a los 984 millones de euros. En 2021, Pamesa exportó el 68% de su producción y facturó 881,7 millones de euros únicamente gracias a la fabricación de azulejos, cifra que se elevó a los 1.220 millones de euros sumando el total de su producción. La empresa de Roig pudo incrementar sensiblemente su producción gracias a la compra de Azuliber por valor de 80 millones de euros en septiembre de 2021, empresa también ubicada en Castellón y asociada de ASCER. Para septiembre de 2022, Pamesa ya producía 100 millones de m2 de suelo cerámico, colocándose como el cuarto productor de cerámicas en el mundo. La cerámica, camaradas, se produce con arcilla, y a principios de 2023 Pamesa ya contaba con cinco minas en España, cuatro de las cuales se ubican en la provincia de Teruel. Estas minas eran suficientes para complementar el principal flujo de arcilla barata y de calidad: Ucrania. Huelga decir que, en febrero de 2021, este flujo quedó cortado por completo. De tal modo que Pamesa, como tantas otras empresas cerámicas, se vio forzada a comprar arcilla en otros países, más cara que la ucraniana y más encarecida todavía por los agregados en el coste del transporte. Al menos fue así hasta agosto de 2023, momento en que Pamesa se hizo con el 50% del capital social de Danubian Argila, empresa minera de arcilla rumana, convirtiéndose de facto en su propietaria, asegurándose una arcilla de la misma calidad que la ucraniana a un precio más bajo si cabe.

Los capitales de las grandes potencias europeas desmantelan y absorben la industria de los países de la Unión más desaventajados. Y en este proceso España es un actor intermedio. El capital francés, alemán e italiano acuden a la industria española por su copiosa mano de obra, su elevado desarrollo técnico-industrial y sus bajos costes. De estos procesos de compra y venta resulta una maraña, un laberinto productivo que entrelaza con más intensidad los activos de las burguesías europeas. Las plantas cartoneras de Reno de Medici en Castellbisbal son el resultado de la compra de dos empresas que, a su vez, fueron compradas, gestionadas y fusionadas por el fondo alemán Quantum Investments: Stora Enso –finlandesa– y Papresa –española–. Pero, si ampliamos la perspectiva, el fenómeno del que estamos siendo testigos actualmente es interesante, cuanto menos. La inestabilidad que azuza todo el globo, el desgaste de la cadena de valores mundial, ubica a España en una posición «privilegiada». Si el retroceso de la inversión de los países de la Unión Europea es significativo de su pérdida de poder económico y de proyección política, ello es porque vaticina el colapso –paulatino o explosivo– de una Unión que, a día de hoy, y pasado el efecto desfibrilador que supuso la invasión rusa de Ucrania, demuestra su carácter expoliador con los países miembro orbitales. Eso y que, evidentemente, como unidad supraestatal es más bien lamentable. La unión fronteriza y el apiñamiento de un puñado de potencias imperialistas cada vez más irrelevantes, a la cabeza de las cuales se ubican Francia y Alemania –seguidas por Italia y España–, ya ni siquiera es capaz de actuar como gabinete de gestión de la explotación en el extranjero. Si el eje franco-alemán se resquebraja es porque mientras que Alemania se dedica al seguidismo más absoluto a los Estados Unidos, Francia persigue recuperar su proyecto imperialista semi-independiente, algo que el «Nuevo Frente Popular» no ha puesto en duda. Polonia, cabeza indiscutible del Grupo de Visegrado –conformado por los nada derechistas Hungría, Eslovaquia y la República Checa–, representó durante los dos primeros años de la Guerra de Ucrania la facción más beligerante –y demente– no solo de la Unión Europea, sino de la OTAN. Esto fue así hasta que la presión demográfica ejercida por los refugiados ucranios y la entrada a mansalva de su grano causaron una «pequeña» tensión entre Polonia y Ucrania, rematada por el aplauso generalizado a Yaroslav Hunka en el Congreso Canadiense durante la visita oficial de Zelenski al país en septiembre de 2023. Polonia no es socialista, esto está claro. Pero las loas a un oficial de la 14ª División de Granaderos de las SS, a alguien que se alistó voluntariamente a la rama militar del NSDAP con el objetivo de «limpiar» de judíos y polacos étnicos la Ucrania occidental, constituyen una palanca diplomática y mediática excelente para desmarcarse –sin rebajar la virulencia discursiva– de la situación ucraniana. Viktor Orban, que en el momento en que se redactan estas líneas ejerce como Presidente del Consejo Europeo –el «jefe de Estado europeo» de facto–, ignora los designios y directrices de las burguesías que conforman la Unión Europea y se pasea por Ucrania, Rusia y China en aras de perseguir una paz beneficiosa para Hungría que implicaría la cesión de territorios ucranianos a Rusia. Esto, a priori, choca con la posición que describíamos al inicio del encabezado, puesto que la burguesía húngara, país objetivamente sometido a los grandes capitales europeos occidentales, persigue su propia agenda sin fisuras.

La Unión Europea es, entonces, una organización imperialista de la que participan diferentes burguesías mediante sus Estados, sus instrumentos de dominación clasista. Consideramos que el artículo «La arquitectura imperialista de la Unión Europea», escrito por Albert Camarasa y publicado por los compañeros de Para la Voz sintetiza a la perfección el verdadero carácter de una Unión que en ningún caso puede ser tildada de «Estado»:

La relación de los países principales de la unión con el resto no es, por lo tanto, una relación colonial, sino de interrelación de mercados y capitales con una preponderancia clara de los monopolios más poderosos y sus correspondientes expresiones políticas. El poder político en la UE responde exactamente a esta arquitectura. La burguesía dominante de cada país no es, en ningún caso, una víctima de la absorción alemana, sino que ve en la UE una oportunidad de sumar su capital a los grandes monopolios mundiales para así poder exportarlo y enriquecerse. Esta burguesía no es, por tanto, una aliada de los trabajadores contra la UE. No hay unidad coyuntural de intereses. La lucha de la burguesía dentro de la UE no es una lucha por la soberanía del país ni una lucha por la defensa de las condiciones de vida del pueblo, es simplemente una negociación para escalar puestos en la pirámide a costa de los vecinos. El patriotismo de la burguesía termina al entrar en los consejos de administración de los grandes monopolios11.

Que las agendas de la miríada de partidos políticos no puedan variar el rumbo de España de forma significativa se debe a que estos obedecen a la gran burguesía, verdadera soberana del país. La España de hoy no es la España de 1931, en la que la revolución democrático-burguesa no había reemplazado completamente la estructura semifeudal del país. No existe hoy una burguesía progresista que proponga un proyecto político diferente del de la gran burguesía aliada con la aristocracia, el clero y el Ejército; del mismo modo que el Nuevo Frente Popular no es más que la enésima farsa mercadotécnica desplegada por un social-liberalismo impotente. La Unión Europea no domina a España de la forma en que España domina Marruecos, del que la burguesía extrae copiosas cantidades de proletarios que engrosan las filas del ejército industrial de reserva y cuya miseria aprovechan para dividir a una todavía adormecida clase trabajadora. Y Europa no es la depositaria de una soberanía que todavía acaudalan los grandes monopolios del IBEX-35, entre los que se cuentan una de las mayores siderúrgicas del mundo –la luxemburguesa ArcerlorMittal–, tres de las entidades bancarias más poderosas en Europa y Latinoamérica –Santander, Sabadell y BBVA– y uno de los mayores conglomerados textiles del globo –Inditex–. Porque todos y cada uno de ellos tejen sus redes en beneficio de la España burguesa y de su Estado rector.

La revolución proletaria, camaradas, debe ser desplegada en tantos lugares como sea posible; organizada, con la más férrea centralidad y la más eficiente organización, en todas aquellas naciones que ardan bajo el fuego del comunismo. Pero esta revolución no debe servir ni para restituir una soberanía que no está perdida, sino allí donde debe estar, ni para satisfacer las ensoñaciones pequeñoburguesas nacionalistas, que ignoran el potencial de Marruecos mientras ensalzan el de Bélgica. La revolución pondrá fin a la soberanía nacional, al Estado burgués. Y en su lugar se alzará el proletariado organizado, victorioso, soberano, que barrerá impasible e implacable con la dominación del hombre por el hombre y, de este modo, reclamará la única soberanía por la que debemos luchar los comunistas: la de la clase obrera internacional sobre el poder de la burguesía.  


  1. Karl Marx y Friedrich Engels, Obras Escogidas en Tres Tomos (Moscú: Progreso, 1980), 63. ↩︎
  2. Comorera, Joan. La nació en la nova etapa històrica. París: Comitè d’Edicions del PSUC, 1944. https://www.marxists.org/catala/comorera/1944/nacio/index.htm. ↩︎
  3. Barros, Carlos. La base material de la Nación: El Concepto de Nación en Marx y Engels. Mataró: El Viejo Topo, 2020. ↩︎
  4. Lenin, Vlaidimir. “A A M. Gorki.” En Obras Completas 48, 48:228. Moscú: Progreso, 1987. https://www.marxists.org/espanol/lenin/obras/oc/progreso/tomo48.pdf. ↩︎
  5. Stalin, Iosif. El marxismo y la cuestión nacional, Enero de 1913. https://www.marxists.org/espanol/stalin/1910s/vie1913.htm. ↩︎
  6. Íbid. ↩︎
  7. Íbid. ↩︎
  8. Lenin, Vladimir. “El Estado y La Revolución.” En Obras Completas. Moscú: Editorial Progreso, 1986. https://www.marxists.org/espanol/lenin/obras/oc/progreso/tomo33.pdf. ↩︎
  9. Schmitt, Carl, Francisco Ayala, y Manuel García-Pelayo. Teoría de la Constitución Carl Schmitt ; Presentación de Francisco Ayala ; epílogo de Manuel García-Pelayo ; Versión Española de Francisco Ayala. Madrid: Alianza Editorial, 2024. ↩︎
  10. Íbid. ↩︎
  11. Camarasa, Albert. “La Arquitectura Imperialista de La Unión Europea.” Para la Voz, n.d. https://paralavoz.com/un-analisis-leninista-sobre-la-arquitectura-imperialista-de-la-union-europea/. ↩︎