LAS TAREAS DE LOS COMUNISTAS
Kursant
1 de mayo de 2024
INTRODUCCIÓN

El documento que presentamos a continuación recoge las tesis y posicionamientos fundamentales que alientan la línea ideológica de este órgano de expresión: «Kursant». Por más que breve, introductorio y sintético, este escrito, como no podía ser de otra forma, parte de un análisis de la coyuntura que enfrentamos los comunistas actualmente para, de ella, deducir cuales son las tareas que la historia nos impone. Es dentro de las coordenadas de estas tareas estratégicas desde donde debe entenderse nuestra razón de existir.

En primer lugar, expondremos sucintamente lo más elemental de nuestro análisis de la situación de la España actual. Establecemos su rol dentro del entramado imperialista internacional y su concentración empresarial, prueba fehaciente de su condición de país caracterizado por el dominio del capital monopolista, para, finalmente, concluir con la contrastación de la pervivencia de un proletariado masivo que enraíza científicamente la posibilidad del relanzamiento de una política netamente comunista.

En segundo lugar, repasamos las tres muestras principales de espontaneísmo de masas que han emergido o se han visto revitalizadas en los últimos años, concretamente a raíz de la crisis de 2008. El recorrido por la andadura del feminismo, el «procesismo» y el sindicalismo laboral nos permitirá poner encima de la mesa una tesis que consideramos fundamental para comprender el seguidismo que ha exhibido el proletariado español en los últimos años como reverso de la desorientación, y en última instancia ausencia, del movimiento comunista. Esta tesis no es otra que la constatación de que, en el centro imperialista, el grado de consolidación del capital y sus instituciones, la integración del proletariado en el seno de la sociedad civil y el rol de la aristocracia obrera como correa de transmisión de los intereses de la burguesía impiden el surgimiento de manifestaciones de espontaneidad obrera semejantes a las del siglo pasado. Esta solo sale al ruedo cuando, habiendo la pequeña –o gran– burguesía y la aristocracia obrera convocado al proletariado para la defensa de sus intereses espurios, el último desborda los lindes de las demandas preestablecidas y es devuelto al redil. La posibilidad de esta vuelta al orden o de la vehiculación institucional de los ramalazos espontáneos solo puede comprenderse por la ausencia de un movimiento revolucionario y, en última instancia, de un Partido Comunista capaz de organizar y proyectar revolucionariamente esta espontaneidad proletaria a través de una línea de masas.

La conclusión del documento es, por lo tanto, evidente. Resulta imperioso establecer como tarea estratégica primordial de nuestro tiempo la reconstitución del Partido Comunista como baluarte, como arma histórica capaz de derrocar el poder burgués e instaurar la dictadura del proletariado a través de la insurrección armada. Así pues, cerramos el documento con las tareas que, en el horizonte inmediato, los comunistas honestos debemos resolver en aras de alcanzar este primer hito estratégico.

ESPAÑA, PAÍS DE PROLETARIOS

España es un país imperialista. Es decir, España forma parte del entramado burgués monopolista capitaneado por Estados Unidos –en lo que respecta a la OTAN– y al eje franco-alemán –en lo referido a la Unión Europea–. Los intereses de la burguesía española están, pues, alineados con los de las grandes burguesías alemana, francesa, italiana y estadounidense, entre otras. Pero España no está a su nivel, sus tentáculos no se extienden tanto ni en tantos lugares como los de éstas. Su papel en el entramado imperialista es secundario frente a los grandes agentes internacionales. Esto no significa que España sea un títere del capital financiero internacional, como tampoco es un «paliativo» de su carácter imperialista.

La burguesía española exporta capital a Latinoamérica, externaliza su producción en el norte africano y realiza préstamos abusivos a los países de la Europa oriental. Los trenes y las corbetas españolas alimentan la maquinaria petrolera saudí, y los cazas Eurofighter, ensamblados en Getafe, guardan celosamente los cielos de la Europa imperialista. España es, además, una nación opresora. Con la connivencia de parte de las burguesías de las pequeñas naciones, la burguesía española niega el derecho a éstas a su libre existencia empleando cuantos métodos estén a su alcance. No menos culpables de esta situación son las burguesías periféricas, que no dudan en usar al proletariado de sus naciones como carne de cañón para obtener mayores prebendas, y eso mientras participan del expolio imperialista capitaneado por la «Patria y el Rey».

Como país imperialista, el entramado económico español está dominado por el capital monopolista, pese a que el mantra pequeñoburgués nos quiera convencer de que vivimos «en un país de PYMES». Las grandes empresas españolas, que representan el 0,19% del total, emplean al 36,28% de los trabajadores. Las «medianas empresas» de entre 50 y 249 trabajadores, al 15,70% de la masa de asalariados, siendo el 0,94% del total de empresas. Un 1,13% de las empresas españolas explota, pues, al 51,98% de los asalariados.

Es cierto que, hasta este punto, ningún «comunista» que se precie será capaz de negar nuestro análisis. Hasta las filas del menchevismo autóctono de nuevo cuño son capaces de reconocer esta conclusión. Sin embargo, proseguir con el despliegue de las determinaciones propias de la formación social que habitamos implica, necesariamente, topar con la primera, si no definitiva, piedra de toque de todo análisis revolucionario. Y esta piedra de toque no es otra que la pregunta por la supervivencia del proletariado tras su derrota histórica en el siglo pasado. En su respuesta se deslindan los campos con el revisionismo y se cifra la posibilidad latente de un horizonte revolucionario científicamente avalado.

Entre los que proclaman la muerte del proletariado o su disolución en estratos igual de identitarios que el obrerismo, que lo encuentra en una reivindicación abstracta y folclórica de una «clase obrera» vestida de mono azul, el revisionismo ha campado a sus anchas hasta nuestros días, imponiendo sobre el movimiento comunista un lastre del que es difícil desprenderse.

La urgencia de la renovación de esta pregunta se presenta, por lo tanto, como una cuestión imperiosa. Las cifras ofrecidas algunas líneas antes permiten intuir ya la respuesta, pero debemos escudriñarlas con más detenimiento y, así, comprobar si el proletariado «ha pasado a mejor vida» o si, por el contrario, esta tesis es una mera proyección de los temores y la impotencia pequeño-burgueses. Para empezar, exploremos los datos relativos a la que ha sido, a todas luces, la fracción del proletariado que, por sus condiciones de trabajo y existencia, ha constituido históricamente la vanguardia de los desposeídos: el proletariado «industrial» o fabril, si se prefiere, supuestamente desterrado por la «terciarización» de la economía. Contrastemos, pues, su pretendida «desaparición».

Aproximadamente un 18% de la población asalariada española y un 8% de la total, léase, unos 3,6 millones –siendo conservadores– engrosan las filas del proletariado industrial «clásico». Las estadísticas no recogen aquellas personas que, como es frecuente –especialmente en la construcción–, trabajan «en negro». Aquí no estamos contando el proletariado agrícola, otro sector casi enteramente subsumido por el capital en un país del centro imperialista como es España y que, en 2023 –siempre según la EPA del INE– contaba, aproximadamente, con 700.000 almas en sus filas. Es decir, y ahora contando con parados y trabajadores del sector servicios, todos ellos proletarios también, vemos que este ejército, a priori desaparecido, cuenta con millones de integrantes.

Por todo ello es que afirmamos que los remilgos de los comunistas actuales son del todo injustificados. Quien no busca un nuevo sujeto caza el Partido estanco, y aquel que no hace ni la una ni la otra se encarama a la cada día más fugaz espontaneidad de las masas. La realidad es que el gran mal del que se ve afligido el comunismo no son ni la «realidad material», ni las «condiciones», ni la alquimia burguesa. El proletariado es, a grandes rasgos, el que era hace cien años. Tal vez más manso, tal vez algo más complaciente, tal vez algo menos esperanzado. Pero ahí sigue, deambulando. No, lo que nosotros defendemos es que el gran mal que aflige al comunismo son los comunistas. La España de hoy posee unas condiciones con las que los bolcheviques solo podían soñar. Pero ellos prosperaron, con su agitación en postas y hostales, con su alianza con los campesinos, con su eficacia militar y su crítica voraz. Ellos, los bolcheviques, no los espartaquistas. Ahora bien, y como es evidente, el triunfo de la revolución no es solo cosa de números, incluso en un Estado compuesto por más de veinte millones de proletarios –y eso tirando a la baja–. La partida no está decidida de antemano. Lo que hace falta aquí es una estrategia comunista, revolucionaria.

Mientras algunos sentencian su desaparición e intentan emular estrategias caducas o reinaugurar otras de peregrinas e igualmente fallidas, el proletariado, por su parte, construye con su sudor y su sangre el mismo mundo que le asfixia, y este país no es la excepción. Porque España es, ante todo, un país de proletarios.

IMPERIALISMO Y CRISIS; CRÓNICA DE UN ESPONTANEÍSMO VICARIO

La historia reciente del comunismo no es solo la de la derrota; también es la del sometimiento a la espontaneidad de su clase. El comunismo desapareció de la palestra durante largo tiempo, y solo quedó el proletariado a merced de su espontaneidad.

El imperialismo y la acumulación monopolista han permitido a la burguesía establecer sus sólidas correas de transmisión a través de métodos económicos y extraeconómicos con más fuerza que nunca. La capacidad de distribuir ganancia a ciertos sectores del proletariado para establecerlos como lugartenientes de la dominación burguesa es la principal limitación con que se encuentra la organización espontánea del proletariado en la actual fase de desarrollo del imperialismo y, por ende, también los comunistas. La lucha contra la política burguesa entre las filas del proletariado no existe únicamente en el plano ideológico, sino que los métodos de dominación están inscritos en relaciones de producción en la sociedad. Así es como son elevados ciertos elementos que, ahora, pasan a pertenecer a una clase opuesta al proletariado –como es el caso de la aristocracia obrera–, pero que se enmascaran perfectamente entre él económica, política y, luego, ideológicamente. El hecho de que el capitalismo obligara a la burguesía a reconocer al proletariado como un sujeto colectivo –es decir, como una clase– establecido como parte de una sociedad civil ahora solidificada dio a los capitalistas las herramientas para mantener su dominación con métodos que van más allá de la violencia desnuda.

En la era del imperialismo, el sindicalismo, el feminismo u otras expresiones políticas que aparecen como un movimiento proletario genuinamente espontáneo son vehiculadas, en realidad, por la dirección aristobrera, burguesa o pequeñoburguesa. Estas clases usan al proletariado como herramienta política, como carne de cañón, para renegociar prebendas y ajustar cuentas entre ellas. Sin embargo, es habitual que estos movimientos, una vez imbuidos en la potencia «contestaria» de la espontaneidad proletaria, sobrepasen los objetivos de las clases dirigentes. Cuando tal cosa sucede, cuando este movimiento se manifiesta y supera las expectativas de las otras clases, ante la ausencia de una mediación y dirección comunista, termina reproduciendo también la ideología burguesa y, o bien se dirige hacia la reacción, o bien lo hace hacia su disolución prácticamente inmediata. Para constatar esta tesis, a nuestro parecer capital, recuperaremos brevemente el recorrido de las tres grandes movilizaciones espontáneas de los últimos años en nuestro territorio: feminismo, independentismo catalán y el perenne sindicalismo.

La primera parada, como no puede ser de otra forma, es el omnipresente feminismo, vector de ideologización y concentración del espontaneísmo reformista nacido tras la crisis del 2008 y consolidado en el 15-M, cuya consecuencia última fue el nacimiento de lo que en aquel momento se denominó Podemos. Mientras el proletariado batallaba contra las bestias de la patronal, mientras era usado como moneda de cambio por la desesperada aristocracia obrera, los sectores en liquidación de esta clase unidos a la pequeña burguesía radicalizada, presentes en las clases universitarias, asociaciones barriales y sindicatos, se encontraban inmersos en un periodo ascensional por el vacío que ahora dejaba la elite sindical. El único punto de encuentro a través del que vertebrar un proyecto político «nuevo» era el feminismo, desatendiendo a las más que evidentes disensiones y desavenencias entre sus corrientes. Huelga decir que, en el típico estilo de la política pequeñoburguesa, este proyecto no tardó en saltar en mil pedazos. En las sucesivas manifestaciones del 8 de marzo, las masas eran arrastradas por la partitocracia en un día que antaño era llamado «Dia de la Mujer Trabajadora».

La masa, acostumbrada al partidismo, participaba de la versión degenerada –o perfeccionada, si atendemos a los intereses de la burguesía– de los métodos de lucha espontáneos. Si Podemos y el PSOE aupaban la huelga, ésta era esporádica e insignificante. Las asociaciones feministas señalan al culpable de su miseria, «el hombre» en general, y este señalamiento es, en verdad, la conclusión de una procesión «performativa». Las organizaciones pequeñoburguesas de izquierdas plantean «la huelga», pero bajo la condición de que los hombres de la empresa cubran la ausencia de sus compañeras. Las huelgas esporádicas y la parcialización de la lucha política hacen un flaco favor a la causa de la mujer trabajadora, fundamentalmente la misma que la del hombre trabajador, pero cimentan la ilusión «revolucionaria» de la que las –y los– proletarias participan. En honor a la verdad, estos métodos ya fueron alterados por el sindicalismo de la aristocracia obrera y el reformismo de la segunda mitad del siglo pasado. El caso es, y he aquí lo fundamental, que el feminismo es hoy tan institucional como la Guardia Civil. Pero la reacción asoma por el horizonte, y nadie debería dar nada por sentado. Solo existe una forma de hacer prevalecer «los derechos»: la fuerza. Y la del feminismo se ha agotado. Y ante la ausencia de los comunistas, el movimiento espontaneo ha hallando su anclaje en el Estado burgués, embarrándose, por otro lado, en derivas cada vez más abiertamente reaccionarias.

Después de este breve repaso de lo que supuso – y supone – el feminismo, es el turno de abordar la sucesión de hechos que caracterizaron al Octubre catalán. El objetivo es descubrir en ella la reproducción de un patrón similar al del movimiento feminista que confirme nuestras tesis.

En vísperas de la celebración del Referéndum del primero de octubre, nacieron en Cataluña los «Comités de defensa del referéndum». El primero de ellos nació en Sant Cugat del Valles en abril de 2017. Un municipio, debemos agregar, con una de las rentas medias más altas de Cataluña. Creado este modelo, ciertamente atractivo, los tejidos sociales de los que dependían los principales partidos independentistas empezaron a replicarlo.

Así, el 1 de octubre de 2017 se celebró el Referéndum de Independencia de Cataluña, declarado vinculante de forma unilateral por el por aquél entonces presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont. El gobierno, que ya había preparado a la población del resto del Estado para la razzia represiva, envió a 1.200 policías nacionales y guardias civiles «a por ellos». Las imágenes de la violencia ejercida por los perros del Estado contribuyeron todavía más –si cabe– a la radicalización de buena parte del proletariado catalán, cuyas reivindicaciones y acciones empezaban a ir más allá del independentismo. El día en que se celebró el referéndum, la burguesía catalana comprendió que, en su tira y afloja, la situación había escapado a su control. No existía un plan para la independencia, pues ésta solo se planteaba como herramienta de presión contra el gobierno central. La declaración unilateral engendró una República que duró ocho segundos. Los representantes políticos independentistas se exiliaron o fueron encarcelados, pero fueron las bases, las masas que engrosaban el Procés, las que sufrieron la mayor represión. Entonces quedó claro: la burguesía catalana no estaba preparada para encauzar el movimiento que había fraguado. El objetivo prometido era un embuste, y la movilización de las masas, con su disrupción de la normalidad capitalista, un asunto peligroso. Pero el proletariado estaba a punto de demostrar que, por grises que fueran las perspectivas, estaba dispuesto a hacer todo lo que fuera necesario por defender una causa que consideraba justa. Dos años más tarde, cuando se hizo pública la sentencia contra los líderes «procesistas», las masas inundaron las calles. Y, durante una semana, fue el proletariado el que capitaneó sin dirección lo poco que quedaba del Procés.

Durante una semana, el proletariado tomó las riendas. Lo que ocurrió después fue, a grandes rasgos, una escabechina. Cada tarde, Tsunami Democràtic, organización pantalla del procesismo burgués, convocaba una manifestación pacífica. Y cada noche, aprovechando la convocatoria, ardía Barcelona. El proletariado catalán, incluso la parte «nacionalmente» española del mismo, se había dado de bruces con la realidad. La situación era injusta a sus ojos, y la asfixia de la vida cotidiana encontró aquí una vía de escape. Perdió el miedo, y las difamaciones vertidas por la prensa chocaban con la realidad. Por desgracia, tal situación duró poco. Faltaban los comunistas. En su ausencia, nadie trabajó en los CDR, nadie los armó. Las protestas inconexas se diseminaron, y la gente volvió al trabajo. Los incendios se volvieron cada vez más esporádicos, y el aplomo de la normalidad volvió a invadir las calles. Unos meses más tarde, los CDR, como las protestas, no eran más que un recuerdo. En su ausencia, el proletariado del resto del Estado sucumbió a la perfidia burguesa, en lugar de aprovechar el caos para alzarse. En ausencia de los comunistas, el fuego se consumió.

Entendemos que el desarrollo relatado muestra paralelismos evidentes con el del feminismo referido previamente. Para terminar, debemos hacer una última parada en el sindicalismo, manifestación por antonomasia de la espontaneidad obrera. Presentamos este breve esbozo el último porque, creemos, constituye el mejor ejemplo para explicar las condiciones subjetivas del proletariado en la actualidad.

El movimiento sindical español moderno encontró su auge durante los años setenta y ochenta del siglo pasado, justamente cuando la España «reformada» se terminó de asentar en el nuevo orden político occidental y pudo ser partícipe de pleno derecho de la absorción de las superganancias expoliadas de los países imperializados por la OTAN. Fue entonces que pudo permitirse la manutención de una gran capa de aristocracia obrera sindical con aspiraciones reformistas, las mismas que pasaron a ejercer el control sobre las masas proletarias en aras de mantener su sistema de prebendas. Así fue que la aristocracia obrera se posicionó como garante de la explotación capitalista entre las masas proletarias, llegando a acuerdos con la patronal, liquidando huelgas en pro de despidos pactados, prejubilaciones y expedientes de regulación del trabajo, entre otras tácticas. Si bien el expolio imperialista y la explotación del proletariado nacional e internacional son, como hemos dicho, condición indispensable para el surgimiento de este fenómeno, no constituyen, por sí solos, su razón de ser. El peso de la debacle reposa sobre la completa liquidación del movimiento comunista, el único capaz de establecer una dirección revolucionaria en el sindicalismo. Y es que el paso de la dictadura fascista a la democracia burguesa supuso también el refinamiento de la represión anticomunista. Si durante el franquismo ésta era abierta y explícita, con la «modélica» Transición los antiguos métodos represivos se fundieron con una miríada de nuevas y «democráticas» estratagemas. De este modo, el proletariado fue plenamente integrado a la sociedad civil y al servilismo.

Los obreristas melancólicos que añoran ese «auge proletario» de finales del siglo pasado ignoran que éste solo sirvió a las capas privilegiadas del proletariado, que solo fue útil en tanto que garante de sus prebendas. Engrosados sus bolsillos, esta élite obrera procedería a liquidar las aspiraciones del proletariado. En el 2021, la clase obrera volvió a sufrir las consecuencias del secuestro de su causa. La huelga del metal de Cádiz, mediada en todo momento por los sindicatos CCOO y UGT, constituye un lamentable recordatorio del estado del sindicalismo. El arranque de la huelga en ese sector concreto, y no en otro, se debe precisamente al poder que tiene la aristocracia obrera en él, a la cantidad de proletarios que puede movilizar, a su incidencia en la economía. Todos fuimos testigos de que, tan pronto como el movimiento espontáneo huelguista superó las expectativas de la dirección aristobrera, ésta procedió a liquidarlo empleando todos los recursos a su alcance. En esta empresa, la aristocracia obrera sindical dispuso de la élite del cuerpo de antidisturbios y de una tanqueta, cortesía de sus representantes políticos en el Gobierno «más progresista de la historia». Tras la masacre, la huelga se saldó con un mísero acuerdo con la patronal: una subida salarial del 2% anual. Atendiendo al incremento actual del Índice de Precios al Consumidor, podemos decir que nunca habíamos visto que algo envejeciera tan mal y tan rápido.

Hoy, los sindicatos mayoritarios son organismos plenamente burgueses, entidades subsidiarias del Estado. He aquí la razón por la que, en los últimos treinta años, el espontaneísmo proletario se ha manifestado con mayor vigor en sus emanaciones extralaborales. Y el Movimiento Comunista, encasillado todavía en métodos caducos de organización, ha intentado darle una explicación irónicamente reformista al reformismo laboral. Los sindicatos habrían sido «corrompidos», su dirección comprada por la burguesía, y, en consecuencia, la solución pasaría por tomar por asalto estas organizaciones. Las mariscadas de la cúpula sindical española, si son contrapuestas a la miseria de los trabajadores, parecen dar cuenta de ello. Pero esto es solo una apariencia. Si los sindicatos no representan los intereses del proletariado raso y se dedican a aplastarlo a cambio de grandes dosis de ácido úrico no es por traición, sino por lealtad a su clase. Sucede que ésta no es la proletaria.

Por lo tanto, el estancamiento y la falta de vivacidad del movimiento espontáneo responde a una norma inextricable del imperialismo. Con esto no condenamos a los cientos de miles de obreros que pertenecen a un sindicato, a una asamblea feminista. No afirmamos, en absoluto, que esta pléyade de trabajadores sea reaccionaria. Muy al contrario: los comunistas debemos entablar contacto con los elementos más aventajados del proletariado. Del mismo modo, el sindicalismo residual y bienintencionado, «libre de corrupción», lo seguirá siendo dentro del capitalismo mientras no exista un movimiento comunista de masas, pues, si no sucumbe al aparato imperialista, solo medrará en la irrelevancia.

LAS TAREAS DE LOS COMUNISTAS

La derrota del comunismo internacional exige la recomposición de las fuerzas. El movimiento comunista necesita de una despiadada lucha para desprenderse de todo resquicio ideológico y organizativo burgués en pos de la reconstitución del Partido Comunista. Para ello es necesaria una gran cantidad de obreros conscientes que, encuadrados organizativamente, instruidos en la teoría revolucionaria y regidos por el centralismo democrático, sean capaces de vincularse con las masas.

El comunismo estatal lleva largo tiempo estableciendo una fisura entre trabajo teórico y práctico. Nosotros no hemos sido la excepción. Nuestros debates y tesis rechazaban formalmente el practicismo, clamaban por la «reconstitución del Partido». Pero éramos incapaces de vincular nuestra actividad con nuestras tesis. Redundábamos en el espontaneísmo. Sucumbimos, y no nos avergonzamos por ello, a las necesidades y obligaciones del frentismo. Durante largo tiempo, nuestro plan se fundamentó en que nuestras tesis se trasladarían a los sectores más conscientes de los frentes de masas mediante el trabajo bien hecho. La ejemplaridad nos haría referenciales, por más que solo fuéramos ejemplares en nuestro asistencialismo. En honor a la verdad, este despliegue era percibido como algo temporal, una medida que nos permitiría aprehender la realidad y comprobar nuestras tesis. Y nuestro error nos ratificó en nuestra intuición, solo que nos equivocamos en los métodos. Queríamos ser vanguardia, pero empleando los métodos equivocados. Queríamos organizar a las masas, pero acabamos por someternos al frentismo. Decir la verdad no nos parece humillante. Sabemos bien que nuestra tarea ahora es retirarnos a otro tipo de práctica, a la de la búsqueda de la restitución de la línea comunista y la posterior reconstitución del Partido Comunista. Balance, investigación y reorganización: tales son las tareas que nuestra era requiere de nosotros. Y ellas son también una forma de práctica, aunque no parezca tan gloriosa como armarse con el fusil o dirigir una huelga general.

El comunismo necesita de una gran cantidad de revolucionarios profesionales, instruidos en la doctrina comunista, y organizados alrededor de una línea surgida del debate entre los componentes de una vanguardia que hoy se encuentra en la diáspora, repartida entre organizaciones revisionistas, en frentes de masas sometidos al frentismo, huérfanos de organización o en grupúsculos marginales. Todos nosotros debemos olvidar las siglas. Ninguna de ellas es la del Partido, ninguna de ellas reúne ni reunirá, por sí sola, a la vanguardia. A las masas les son ajenas. Fruto del debate entre todos estos elementos y organizaciones debe darse la reconstrucción de la línea comunista y su adaptación a las actuales condiciones. Solo mediante el estudio, el debate y la unidad ideológica y organizativa los comunistas podrán reconstituir la línea comunista.

Pero la unidad no puede basarse en «los puntos en común», como se ha pretendido tantas veces. El proceso de reconstitución, formulado por Lenin a inicios del siglo pasado, no presupone una vanguardia desvinculada de las masas hasta que no tenga una «teoría completa» del capitalismo y de la revolución. Pero sí supone un alejamiento del practicismo y el empirismo burdo. Es preceptivo tener en cuenta, y nos repetiremos aquí, que el trabajo de estudio, critica, debate y difusión es una forma de práctica. En consecuencia, el militante comunista que los tiempos exigen no es el frentista, no es el agitador dado a la arenga sentimental, solidaria y fraternal; no es el que abre pisos, ni tampoco es el excelente tirador de arma corta, por más que todas ellas sean cualidades a cosechar. El militante comunista que requiere el estadio actual de la lucha de clases tiene otros deberes.

La situación actual es, a la vez, fácil y difícil. Fácil, porque el primer enemigo a derrotar se encuentra en el seno del movimiento y no nos encañona con el fusil, no por ahora. Por el momento, no nos enfrentamos ni a la maquinaria represiva del Estado a plena potencia, ni a un ejército burgués. Pero es difícil, y mucho, porque el horizonte comunista ha desaparecido del imaginario de los trabajadores. La tarea se presenta anodina, y la vergüenza, sabemos, se apodera de los comunistas, que añoran las experiencias revolucionarias y las gloriosas victorias que obtuvieron los que nos precedieron. Pero las tareas inmediatas nos son dadas por la historia, y no por nuestros deseos. En los tiempos que corren, la práctica revolucionaria es la de construir la línea comunista.

 Así, pues, quedan establecidas las tareas que, a día de hoy, son fundamentales para los comunistas:

1. El estudio de la teoría comunista y del actual desarrollo del capitalismo. El trabajo agitativo y de difusión de la teoría debe estar enfocado a aquellos elementos más avanzados de entre el proletariado, a aquellos con un nivel de consciencia elevado, indistintamente de si pertenecen a una organización revisionista o de si están huérfanos de ella. La propalación de la teoría revolucionaria tiene como fin inmediato su aceptación de la tarea principal de nuestro tiempo: la reconstitución de la línea ideológica.

2. Solo en contraposición al revisionismo se podrán realizar las tareas de esclarecimiento ideológico y de análisis del capitalismo, tanto en su faceta abstracta como en su forma social actual, en aras de vincular a la vanguardia con las masas proletarias. Esta vinculación deberá darse mediante la reconsitución del Partido Comunista, armado este con un programa basado en la línea política que, a su vez, sea fruto de la reorganización de la vanguardia. Solo esto permitirá el despliegue, entonces, de una línea de masas efectiva.

3. Todo ello, como hemos dado por supuesto, requiere de la unión entre los elementos más avanzados con voluntad de separarse del practicismo y centrarse en el debate, la crítica y la reorganización del destacamento de vanguardia. Todo ello reclama, en suma, la difusión y agitación centradas en estos sectores, así como la genuina voluntad de resolver las contradicciones presentes en el movimiento comunista español. Esta tarea debe acometerse desde la humildad y la honestidad, lejos del repliegue identitario alrededor de unas siglas y de la adhesión acrítica y extemporánea a experiencias históricas pasadas. Son las exigencias estratégicas del avance en esta reorganización –y solo ellas– las que deben, en todo momento, vertebrar los debates a resolver y encauzar el camino hacia la reconstitución del Partido Comunista.