Crisis de la medicina
9 de diciembre de 2025
Introducción

La medicina, ese viejo estandarte del Estado del bienestar, está hoy en crisis. Durante décadas encarnó la promesa moderna de que la ciencia, administrada por el Estado y guiada por el ideal del progreso, podía garantizar una vida más larga, más sana y más segura. Pero esa promesa resulta cada vez más inverosímil. La medicina se encuentra en un punto crítico de saturación de sus propias contradicciones y ha dejado de ser la expresión paradigmática de la regulación del bienestar y la salud colectivos para convertirse en el espejo de sus límites.

Entretanto, ya sea como recurso retórico o como aspiración genuina, la pulsión bienestarista sigue latiendo en el seno del movimiento comunista. La añoranza por una época –en rigor inexistente– en la que el Estado habría sido verdaderamente garantista y pródigo en servicios públicos impregna los discursos de los estratos aristobreros y pequeñoburgueses, hoy en franco retroceso. Pero los comunistas no podemos dejarnos arrastrar por esos cantos de sirena, pues el análisis científico de la situación no deja lugar a dudas: la época del Estado del bienestar ha entrado en su ocaso.

El marcado declive de la medicina y de la confianza que la población tiene en ella, constituye una manifestación concreta de una crisis histórica más profunda. El paradigma del progreso social amparado por el Estado se ha agotado. En ausencia de un movimiento obrero fuerte y organizado, la burguesía no encuentra freno alguno a su voraz apetito por la explotación de nuevos nichos de mercado, y el Estado, el capitalista colectivo, puede abandonar sin riesgo la estrategia de contención del descontento mediante el salario indirecto. De este modo, el desmantelamiento de los sistemas públicos deviene una tendencia objetiva. El análisis de esta tendencia, en su expresión particular dentro del campo médico, es el propósito del presente artículo.

Es notorio el desconcierto general frente algunas de las manifestaciones ideológicas más agudas de la crisis de la medicina como son la deslegitimación del saber científico y la proliferación de discursos que lo enfrentan abiertamente. En los últimos años, figuras políticas como Donald Trump han contribuido activamente a esta erosión, promoviendo teorías sobre una supuesta relación entre las vacunas y el autismo y estimulando una cultura de sospecha hacia la ciencia médica en general. Pero su influencia se extiende más allá de la retórica: en Florida, bajo la administración republicana, se ha impulsado la prohibición de la obligatoriedad de las vacunas, un gesto político que, bajo la apariencia de defensa de la libertad individual, constituye una de las muestras más flagrantes de la cristalización de la crisis de legitimidad de la medicina institucional.

Estas posiciones, que hace apenas unas décadas hubieran sido marginales, se han vuelto políticamente rentables porque resuenan con un malestar social más amplio: la creciente percepción de que la medicina ya no actúa como garante del bienestar común. Escándalos como el de las mamografías en Andalucía fundamentan materialmente este distanciamiento ideológico de la población con la medicina. Así, la crisis de la medicina no consiste únicamente en la pérdida de confianza en los médicos o en las instituciones sanitarias; esa desconfianza es la expresión ideológica de un proceso material más profundo: el desmantelamiento progresivo de la red asistencial heredada del Estado del bienestar.

Este deterioro, no es accidental ni responde a las políticas de gestión estatal de uno u otro partido de la burguesía, sino que constituye la consecuencia inevitable del desarrollo del capitalismo en su fase actual, que se enfrenta a una ralentización estructural del incremento de productividad que facilitó enormes ganancias a la clase burguesa durante la segunda mitad del siglo XX. La caída de la URSS y la ausencia de un proyecto comunista internacional capaz de ejercer una oposición política efectiva han hecho que la salud pública deje de representarse como una inversión social y pase a ser tratada como un coste a minimizar.

A lo largo de este texto, trataremos de mostrar que la imposibilidad de retorno al Estado del bienestar no es una mera conjetura teórica, sino una realidad que se expresa cotidianamente en el deterioro constante de los servicios públicos. Los acontecimientos más recientes en la Comunidad de Madrid son otro ejemplo de esta tendencia: el escándalo de las notificaciones defectuosas en el programa de cribado de cáncer de colon, que dejó a cientos de pacientes sin la información adecuada, y la saturación hospitalaria provocada por la última ola de gripe, con pasillos colapsados y personal exhausto, muestran que el sistema ya no puede garantizar ni la mínima fiabilidad técnica ni la capacidad asistencial que antaño se daban por supuestas. Estos hechos no son meras anomalías administrativas o coyunturales, sino manifestaciones de una dinámica estructural: el progresivo abandono de las funciones de protección social por parte del Estado, para el cual la salud pública se ha convertido ya en un gasto prescindible. En consecuencia, la aspiración del retorno a un Estado del bienestar bajo el sistema capitalista carece de fundamento; la crisis actual de la medicina resulta una de las expresiones mediante las que se hace visible que ese modelo histórico ha dejado de ser viable.

Para analizar la crisis de la medicina en su estado actual es necesario entender como se ha dado su desarrollo, es decir, adoptar una perspectiva histórica. En primer lugar abordaremos los antecedentes, los recortes en el sistema público de salud y la consecuente incapacidad práctica de la sanidad para responder a las necesidades de la población, como fundamento primario del debilitamiento de su legitimidad. A continuación trataremos como, en paralelo, muchas de las críticas legítimas a la mercantilización progresiva del sector – con especial énfasis en la influencia de la industria farmacéutica – así como a determinadas especialidades médicas como la psiquiatría o la obstetricia, han ofrecido un sustento teórico válido para la desconfianza hacia la medicina como institución. En conjunto, este doble movimiento de deterioro práctico y crítica teórica alimentó el alejamiento de amplios sectores sociales respecto a los principios básicos de la medicina.

En el siguiente apartado se tratan las alternativas, es decir, aquellas instancias circundantes al sistema de salud público que se nutren de su declive. Encontramos de un lado las prácticas pseudocientíficas que surgen de corrientes naturalistas y prácticas new age, que se presentan como respuesta a los «excesos» de la industria farmacéutica. Terapias como la homeopatía, la osteopatía, el reiki o las infusiones «curativas» prometen una medicina más «natural» y menos nociva, pero que reproducen la misma lógica mercantil. Por otro lado presentamos el auge del modelo de la sanidad privada, percibido como la alternativa individual para los que desconfían de la sanidad pública pero no se identifican mucho con las corrientes pseudocientíficas. Presentaremos este modelo de seguros privados como un ecosistema insostenible que descansa en una dinámica muy frágil en la que aseguradoras, médicos y pacientes participan en un juego de trileros en que cada parte necesita engañar a las demás para sostener sus propios intereses.

Por último, no podríamos hablar de la crisis de la medicina sin hacer mención a la pandemia del CoViD-19. Si bien este fenómeno no es fundante de la crisis, es el evento que llevó a su punto de inflexión la dinámica objetiva que ya venía desarrollándose: las tensiones acumuladas en el sistema público, la progresiva mercantilización del sector y la proliferación de las alternativas pseudocientíficas se manifestaron de forma simultánea y exacerbada. La pandemia funcionó de este modo como catalizador, precipitando los problemas subyacentes y elevando sus consecuencias a un nivel crítico, mostrando la fragilidad del sistema y la necesidad de un planteamiento general sobre el funcionamiento social del ejercicio de la medicina.

Recortes en el sistema público de salud. El inicio del declive.

Para rastrear los orígenes de la crisis de credibilidad de la medicina conviene, en primer lugar, analizar el distanciamiento práctico entre la población y la institución médica. Desde una perspectiva materialista, la desconfianza no puede explicarse como un fenómeno circular ni reducirse a categorías meramente ideológicas: debe ubicarse en las relaciones concretas que establecen determinados grupos sociales con los servicios sanitarios. En buena medida, la población percibe que la medicina institucional no responde de forma adecuada al abordaje pragmático de sus necesidades; este desfase se ha venido sustentando históricamente, en gran parte, por los recortes y las transformaciones del sistema público de salud.

Los orígenes de la tendencia privatizadora y de los recortes en los sistemas sanitarios de los principales países del mundo occidental pueden rastrearse en la década de 1980, expandirse durante los años noventa, consolidarse en los primeros años del siglo XXI y agudizarse de manera extrema a raíz de la crisis financiera de 2008 y los recortes subsecuentes. Desde entonces, la financiación del sistema público de salud no ha recuperado los niveles previos a la crisis, y su capacidad de respuesta frente a las necesidades de la población se ha visto considerablemente mermada.

La caída de la Unión Soviética marcó no solo el fin del bloque socialista, sino también la desaparición de una alternativa política al capitalismo, lo que consolidó la hegemonía del modo de producción capitalista a escala global. En este nuevo contexto, los Estados quedaron sometidos a la lógica de la competitividad internacional y a la movilidad creciente del capital, que, tras la desregulación financiera de los años ochenta, pudo desplazarse más libremente hacia los espacios de mayor rentabilidad. Esta dinámica, unida a la pérdida sostenida de productividad en las economías desarrolladas, erosionó las bases fiscales de los Estados y redujo su capacidad de sostener amplios sistemas públicos. Para atraer inversión y mantener la estabilidad macroeconómica, los gobiernos adoptaron políticas de austeridad, privatización y reducción del gasto social, inevitables en un mercado capitalista sin fronteras. De este modo, la combinación entre la desarticulación del bloque socialista y la influencia política que requería de una contestación bienestarista, el fin de los picos de productividad de finales del siglo XX y la movilidad del capital generó un nuevo régimen de acumulación que impulsó la mercantilización de servicios esenciales como la salud, la educación o las pensiones, conduciendo a la inevitable y constante degradación del estado del bienestar que todavía se mantiene a día de hoy.

Ya a partir de la década de 1980 comienza a instalarse la narrativa de que el Estado es ineficiente, burocrático y excesivamente costoso en comparación con las ventajas atribuibles al dinamismo del mercado. Es en este contexto cuando ascienden figuras emblemáticas del neoliberalismo1, como Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en el Reino Unido. Thatcher, por ejemplo, introduce una lógica de contención del gasto mediante recortes presupuestarios, reducción de camas hospitalarias y apertura a la contratación externa de servicios no clínicos, como limpieza, catering o mantenimiento. De manera similar, en Francia se inicia una política de control del gasto sanitario que intensifica el copago de los medicamentos, mientras que en Alemania, en 1988, se implementan reformas que amplían los copagos y buscan incentivar la competencia entre aseguradoras.

Durante la década de 1990 y los primeros años del siglo XXI, la tendencia privatizadora y de recortes se consolida. En la Unión Europea, el Tratado de Maastricht de 1992 impone límites al déficit y a la deuda, estableciendo una disciplina fiscal que condiciona el gasto social. Entre 1991 y 1996, en Italia se implementan diversas reformas orientadas a la «empresarialización» de los hospitales públicos. En España, durante la misma década, se produce una descentralización progresiva de las competencias sanitarias hacia las Comunidades Autónomas, junto con diversos experimentos de gestión privada mediante consorcios y fundaciones, que desembocan en 1999 en Valencia en la creación del «modelo Alzira»: la concesión a una empresa privada de la gestión integral de un hospital y su área sanitaria. Asimismo, en el Reino Unido, bajo el mandato de Tony Blair (1997-2007), se expande la Private Finance Initiative, promoviendo la construcción y gestión de hospitales mediante esquemas de colaboración público-privada.

Esta tendencia experimenta un salto cualitativo tras la crisis financiera de 2008, cuando se produce un auge de las políticas de austeridad. En España, entre 2009 y 2013, el gasto sanitario se reduce en torno al 13 %, y en 2012 se promulga un Real Decreto que introduce el copago farmacéutico y limita la atención sanitaria universal para inmigrantes en situación irregular. En Grecia, los recortes derivan en la disminución del gasto sanitario del 9,8 % del PIB en 2008 al 8,1 % en 2014, provocando el cierre de hospitales y escasez de medicamentos. En el Reino Unido, las denominadas «efficiency savings» en el NHS implican la congelación de presupuestos, la reducción de personal y el aumento de las listas de espera. Asimismo, en Italia y Portugal se aplican recortes en el personal sanitario, reducción de salarios y aumentos de copago como condiciones de los rescates financieros internacionales.

A partir de 2014, la recuperación del sistema sanitario en los países occidentales resulta desigual. En España y el Reino Unido, persiste un sistema público debilitado, caracterizado por listas de espera prolongadas y precariedad laboral en el personal sanitario. En Grecia, las secuelas de los recortes son más graves en lo relativo al acceso a la atención médica. Por su parte, Alemania y Francia conservan sistemas sanitarios relativamente robustos, aunque con una mayor participación del gasto privado y la implementación de copagos que introducen restricciones en la cobertura.

Esta tendencia hacia la privatización y los recortes en los sistemas sanitarios repercute directamente en la capacidad del sistema público para atender las necesidades de la población, incidiendo en la percepción que la sociedad tiene sobre la medicina y la ciencia médica. No obstante, hasta el punto histórico analizado, aún no se ha alcanzado un nivel crítico de desconfianza. Si bien la crisis económica de 2008 agudizó los recortes y reforzó la privatización, el detonante más reciente, la pandemia de COVID-19, al tener un origen esencialmente médico ha contribuido a socavar de manera más profunda la confianza poblacional en la medicina. Antes de abordar este evento como factor crítico, resulta necesario considerar otros factores que han configurado la relación entre población y sistema sanitario.

La percepción del capitalismo en salud. La crítica a la función social.

Si nos limitáramos a lo expuesto hasta aquí, podría parecer que la desconfianza en la medicina se explica únicamente por su incapacidad de actuar; que la restricción de sus funciones sería la responsable exclusiva del rechazo social a largo plazo. Nada más lejos de la realidad. La medicina, en su propio ejercicio deficiente, también ha despertado críticas numerosas y persistentes que han contribuido a ampliar la distancia entre la población y la práctica médica hegemónica. Sin ánimo de exhaustividad, presentamos a continuación algunas de las que consideramos más relevantes y justas.

La psiquiatría constituye quizá el campo más controvertido dentro de la medicina moderna. Ninguna otra disciplina ha generado una contestación tan intensa entre sus propios pacientes, hasta el punto de dar origen a una corriente de pensamiento propia: la antipsiquiatría. La fragilidad epistemológica de sus categorías diagnósticas —a menudo imprecisas y dependientes de contextos culturales— se combina con prácticas coercitivas y deshumanizantes, como internamientos forzosos, sobremedicalización y tratamientos invasivos tales como la terapia electroconvulsiva o los antiguos shocks insulínicos y térmicos. Más que un dispositivo terapéutico, la disciplina ha operado en muchos contextos como una herramienta de control y exclusión, criminalizando la disidencia sexual y de género bajo el amparo de un lenguaje científico. Estas dinámicas han sido cuestionadas no solo desde perspectivas externas, sino también desde el interior de la propia práctica psiquiátrica.

Otra de las críticas más recurrentes la encontramos en el exceso de prescripción farmacológica que se ha convertido en una de las críticas principales, no solo hacia la psiquiatría, sino hacia el sistema médico en su conjunto. La industria farmacéutica, orientada a la maximización de beneficios, ha impulsado la expansión de categorías diagnósticas y el consumo creciente de medicamentos asociados. Este fenómeno se refleja en la proliferación masiva de patentes farmacológicas renovadas con escasas innovaciones terapéuticas y en el uso de fármacos sin que se respete adecuadamente el consentimiento informado, es decir, sin que los pacientes dispongan de información clara sobre efectos, beneficios y riesgos. En consecuencia, la práctica médica queda gravemente condicionada por intereses económicos externos que distorsionan su finalidad original de proteger la salud.

En algunos casos, la práctica médica no solo se aparta de su finalidad original de proteger la salud, sino que llega a producir directamente daños o enfermedades. El concepto de iatrogenia designa precisamente el perjuicio derivado de la intervención médica. Más allá de errores clínicos aislados, la iatrogenia adquiere una dimensión estructural cuando responde a lógicas de intervención excesiva, protocolos invasivos o una dependencia acrítica de la farmacología. En tales situaciones, la medicina no solo fracasa en aliviar el sufrimiento, sino que lo incrementa. Ejemplos frecuentes son los efectos secundarios asociados al hiperconsumo de fármacos o las complicaciones generadas por procedimientos innecesarios o mal indicados.

Entre las múltiples modalidades de iatrogenia, destaca de manera particular la violencia obstétrica, entendida como el conjunto de prácticas médicas que vulneran la autonomía y la dignidad de las mujeres durante el embarazo y el parto.2Entre ellas se incluyen cesáreas injustificadas, episiotomías rutinarias, trato deshumanizante y protocolos que subordinan sistemáticamente la decisión de la mujer a la autoridad médica. Estas prácticas han sido denunciadas no solo por sus efectos físicos y psicológicos, sino también por su carácter estructuralmente sexista, que reproduce la desigualdad de género en el ámbito sanitario.

En conjunto, estas críticas apuntan hacia un problema de fondo: la función de control social ejercida por la medicina en el marco del capitalismo. Más allá de la atención clínica, la institución médica ha contribuido históricamente a definir lo normal y lo patológico, legitimando formas de disciplinamiento de las conductas y del cuerpo a las necesidades del trabajo asalariado. Esta función se expresa tanto en la patologización de la diferencia como en la medicalización de la vida cotidiana. Desde esta perspectiva, la medicina no puede entenderse únicamente como ciencia neutral orientada a la curación, sino también como un dispositivo social atravesado por relaciones de poder, intereses económicos y dinámicas de exclusión.

En ese sentido, hay que tener presente que, bajo el paradigma social capitalista, la función de la medicina es la de mantener a la fuerza de trabajo productiva. Por esa razón, en el tratamiento de enfermedades graves o que implican una mayor y más prolongada incapacitación, los sistemas de salud públicos siguen contando con recursos que los mantienen operativos. El tratamiento de enfermedades o afecciones más leves, por contra, es el que se ve más mermado en los sistemas públicos de salud, llegando a convertir las consultas en los centros de atención primaria en trámites largos y sin una utilidad real más allá de la prescripción farmacológica o la obtención de la baja laboral. La prioridad no es el bienestar general, sino la gestión eficiente de la fuerza de trabajo. Pero es que además esto está sometido a una lógica tan inmediatista que no se consigue contemplar la inversión en medidas como la prevención de enfermedades o la detección temprana como herramientas en las que confluyen el bienestar y la eficiencia económica.

Todas estas críticas al poder médico, si bien en otro tiempo han sido articuladas como denuncias del control institucional sobre la vida, han acabado filtrándose en la cultura popular, pero solo como un reflejo atenuado. Sus ecos persisten en formas diluidas de desconfianza, espiritualismo o búsqueda de bienestar, despojadas ya de la carga específicamente política que las revestía en su origen. Porque aunque algunas de estas críticas puedan resultar certeras, todas ellas comparten una limitación: su escasa capacidad para articular alternativas. De ahí que, aun habiendo permeado más o menos profundamente en el imaginario colectivo, su dimensión propositiva se muestre frágil. Y es este vacío el que ha abierto el terreno a un amplio abanico de lo más heterogéneo de propuestas de terapias alternativas que se nutren de la desconfianza acumulada hacia la medicina institucional y encuentran allí un espacio fértil para proliferar. La valoración de estas corrientes alternativas, con sus promesas y contradicciones, requiere un examen específico que abordaremos en el siguiente apartado.

Desinformación y pseudociencias. La alternativa también mercantilizada.

En la actualidad resulta cada vez más frecuente que la medicina no ofrezca soluciones prácticas para problemas de salud cotidianos, reservando sus mermadas capacidades para mantener una mayor eficacia en el tratamiento de enfermedades graves dentro del sistema sanitario público. A ello se suma una desconfianza generalizada hacia la medicina científica, alimentada por la mercantilización del ámbito y por prácticas clínicas problemáticas. En este contexto, la proliferación de pseudoterapias encuentra un perfecto caldo de cultivo.

Sin duda, la pseudoterapia más emblemática es la homeopatía. Aun habiendo nacido en el siglo XVIII, su vigencia comercial está lejos de haber caducado: la francesa Boiron es la empresa líder mundial en el sector, obteniendo una facturación aproximada de 604 millones de euros en 2018. El principio rector de la homeopatía es el de que «lo similar cura lo similar», si se administra de forma diluida. Por ejemplo, la cura para el insomnio siguiendo principios homeopáticos podría consistir en la administración de una pequeñísima cantidad de cafeína diluida en agua con azúcar cientos de veces, hasta que resulta indetectable. Una lógica que se deshace al primer contacto con el más elemental criterio científico. Su eficacia, idéntica a la del placebo, es nula; y la única ventaja constatable, paradójicamente, es que al no provocar efectos primarios, tampoco provoca efectos secundarios.

Otra de las pseudoterapias más populares es la quiropráctica. Recientemente se han popularizado vídeos en redes sociales en los que se hacen demostraciones de sus prácticas, mostrando la forma en que provocan espeluznantes chasquidos y crujidos en el cuerpo de los pacientes como si de un espectáculo se tratara. Más allá de esta fachada mediática, poca gente sabe que la disciplina se sustenta en la idea de que todas las enfermedades tienen su origen en supuestas «subluxaciones vertebrales», un principio carente de validez científica. Su eficacia solo encuentra algún respaldo parcial en casos de dolor lumbar o cervical, pero sus riesgos son significativos: lesiones derivadas de manipulaciones agresivas y ausencia de protocolos clínicos rigurosos. Aun así, la quiropráctica se ha expandido de manera notable: en Estados Unidos mueve alrededor de 15.000 millones de dólares anuales en clínicas privadas y seguros de salud complementarios. Se trata, en definitiva, de un sector con gran peso económico pero con escaso reconocimiento oficial y cuya formación suele impartirse en circuitos no regulados y de dudosa solvencia académica.

En un plano todavía más etéreo se encuentran las llamadas terapias «bioenergéticas», entre las que se incluyen el Reiki, la «sanación pránica» o la «terapia de chakras». Todas ellas se basan en la existencia de una supuesta «energía vital» imposible de medir y desprovista de fundamento científico, cuya eficacia no supera en ningún caso al placebo. Estas terapias ofrecen unos muy lucrativos mercados de formación y certificación privada, mediante cursos y másters online que venden, más que una formación, el derecho simbólico a ejercer como «sanador». Su convivencia con prácticas como el yoga —que sí cuenta con ciertos beneficios demostrados en ámbitos concretos— favorece y facilita su aceptación y difusión creciente. No faltan pruebas de su inconsistencia: ya en 1998, un sencillo experimento publicado en JAMA por la estudiante Emily Rosa demostró que supuestos expertos en «energía terapéutica» ni siquiera eran capaces de detectar, con los ojos vendados, si una persona estaba o no presente a escasos centímetros de su mano.

Sin embargo, y pese a la falta absoluta de evidencia científica que las respalde, el uso y la aceptación social de las pseudoterapias no dejan de crecer. En España, se estima que entre un 20 y un 25% de la población ha recurrido en alguna ocasión a estas prácticas, y que entre un 5 y un 6% llega incluso a utilizarlas como sustituto de los tratamientos médicos convencionales, con los riesgos que ello implica. En Estados Unidos la situación es peor: cerca del 30% de la población adulta declara haber recurrido a estas prácticas en el último año La tendencia es particularmente marcada en sectores sociales más acomodados y buena parte de su aceptación descansa en un discurso fundamentado en la oposición simplista de lo «natural» frente a lo «químico».

La proliferación de pseudoterapias se constata también en la continua aparición de nuevas corrientes y en el reciclaje de prácticas «tradicionales». Nada de esto sería posible sin un mercado predispuesto, pero lo cierto es que cada década surgen pseudoterapias adaptadas al lenguaje de moda. Así, lo «bio», lo «energético» o lo «cuántico» funcionan como etiquetas de legitimación, apropiaciones vacías de la terminología científica que buscan revestir de autoridad lo que carece de fundamento. Ejemplos paradigmáticos son la sanación cuántica, la bioneuroemoción o las constelaciones familiares en el ámbito de la salud mental. En el terreno de la nutrición encontramos fenómenos semejantes con dietas «detox» o macrobióticas, que prometen purificaciones milagrosas sin base fisiológica. Incluso productos con alguna evidencia puntual —como la melatonina o ciertos suplementos vitamínicos— acaban englobados en esta lógica: se universaliza su uso, se amplifican sus beneficios y se venden como si fueran panaceas capaces de resolver cualquier mal. En este punto que la frontera entre pseudoterapia y consumo de parafarmacia se difumina.

Y es que los suplementos y productos «naturales» que se comercializan bajo la categoría de parafarmacia se encuentran por doquier: en grandes superficies de supermercados y en farmacias, siempre bajo un mismo envoltorio de legitimidad que remite a los fármacos científicos. La diferencia esencial reside en el marketing. A nadie se le ocurriría hacer publicidad directa de un medicamento de quimioterapia al público general; sin embargo, los productos de parafarmacia se rigen por todo tipo de estrategias de venta: empaquetados que imitan los de los medicamentos reales, eslóganes con apariencia científica («refuerza las defensas»), abuso de palabras esdrújulas que evocan complejas moléculas, ofertas y promociones, figuras de cartón gigantes… Todo orientado a crear necesidades de consumo a costa de una concepción científicamente fundamentada de lo que es la salud. Lo que se ofrece al consumidor como elección personal es una amalgama de productos y subproductos de parafarmacia y medicina natural, revestidos de la pobre legitimación que otorga la publicidad autorizada.

A efectos de una comprensión científica del mundo, la distinción entre «químico» y «natural» resulta completamente absurda, ya que cualquier producto natural posee una composición química. Incluso si quisiéramos diferenciar entre «natural» y «sintético», la distinción carece de sentido práctico en el cuidado de la salud, pues el veneno de la víbora es perfectamente natural y no por ello sanará mejor que un fármaco de síntesis en un laboratorio. Por otra parte, señalar que la medicina científica hegemónica se encuentra cooptada por los intereses de la industria farmacéutica constituye una crítica perfectamente legítima y acertada. Sin embargo, la mercantilización del ámbito de la salud no es patrimonio exclusivo de la medicina convencional: las terapias alternativas y complementarias se insertan en un mercado global valorado en más de 100.000 millones de dólares en 2022, con proyecciones de crecimiento superiores al 10% anual. Tan solo el mercado global de productos homeopáticos se espera que supere los 40.000 millones de dólares entre 2030 y 2034. Esto evidencia de que la mercantilización de la salud encuentra un cauce igualmente lucrativo en la pseudociencia y las pseudoterapias.

Con todo, conviene señalar que las alternativas «naturales» y pseudocientíficas no convencen a todos. Existen quienes no perciben problema alguno en la mercantilización de la medicina, siempre que puedan garantizar su propia protección personal. En este contexto, el siguiente capítulo abordará otra cara de la misma lógica: los modelos de sanidad basados en seguros privados, la alternativa individual frente al declive del sistema público de salud.

Medicina privada. El juego de trileros.

Por supuesto, el principal beneficiado del desmantelamiento del sistema público de salud ha sido el sector privado. Pocos modelos de negocio resultan tan transparentes en su ineficiencia como las aseguradoras médicas. Basta observar el modelo asistencial estadounidense, mayoritariamente basado en seguros privados, para advertir sus efectos catastróficos: esperanza de vida significativamente inferior a la de otros países desarrollados, una epidemia de adicción a los opioides vinculada a prescripciones médicas excesivas y la ruina económica de numerosas familias tras episodios de enfermedad grave o incluso un simple traslado en ambulancia. En España, la viabilidad del modelo de seguros médicos privados se antoja posible gracias a la convivencia con un sistema público todavía operativo; pero, como mostraremos a continuación, la propia estructura de este modelo supone ineficiencias y distorsiones de funcionamiento que lo convierten en un ejemplo paradigmático de mala organización social del trabajo.

En la sanidad privada, el funcionamiento básico se da a través de seguros de salud. En este sistema, el asegurado debe abonar a la compañía una cuota a cambio de una cobertura, es decir, de una serie de servicios médicos que entran dentro del contrato. Como el ámbito de la sanidad es inabarcable, estas coberturas nunca son exhaustivas, y ahí aparecen las exclusiones: condiciones y cláusulas que establecen límites o directamente niegan determinados riesgos. A menudo las exclusiones son en parte determinadas por cuestionarios de salud administrados antes de la contratación de la póliza.

Con esta introducción, se entiende mejor la relación que se establece entre aseguradora y asegurado. El paciente paga una cuota que, en teoría, le garantiza cobertura frente a ciertas eventualidades médicas, siempre delimitadas por exclusiones contractuales. Así, quien se rompe un brazo cayendo por las escaleras suele estar cubierto; en cambio, quien sufre la misma lesión practicando cualquier actividad considerada «de riesgo» no lo está. Del mismo modo, es habitual excluir daños vinculados a autolesiones o crisis suicidas. En la lógica de la aseguradora, se trata de protegerse de gastos derivados de conductas «voluntarias» o «excesivamente arriesgadas». El problema es que esta lógica convierte al paciente en sospechoso permanente: se presupone que podría estar mintiendo y, por ello, las compañías levantan laberintos burocráticos para cada trámite, incluso en intervenciones rutinarias. Informes médicos adicionales, autorizaciones, consultas previas… El resultado es un circuito hostil en el que el enfermo, además de sufrir su dolencia, debe padecer un calvario administrativo para obtener la atención por la que paga. Pero, para entender mejor la naturaleza administrativa del entramado burocrático de la sanidad privada, debemos abordar la relación entre médicos y aseguradoras.

Las aseguradoras médicas más grandes cuentan con algunos centros propios, pero la mayor parte de su red asistencial se sostiene en convenios con clínicas y consultas privadas. En este esquema, los médicos reciben un pago por cada visita o intervención, con tarifas pactadas de antemano. Aquí emerge una tensión estructural: el incentivo económico. Cuanto más cara sea la prueba o el procedimiento solicitado, mayor será la remuneración. Así, donde bastaría una radiografía barata y de rápida autorización, se solicita una resonancia magnética, mucho más costosa y burocráticamente engorrosa para el asegurado. El resultado es un doble sinsentido: por un lado, un derroche de recursos que encarece el sistema; por otro, un incremento del sufrimiento burocrático del paciente, obligado a atravesar autorizaciones interminables. Las aseguradoras, conscientes del fraude estructural, han creado departamentos enteros dedicados a verificar que los médicos no logran colar procedimientos mejor pagados que los realmente aplicados. La consecuencia es una relación viciada, marcada por la desconfianza mutua: médicos que buscan maximizar ingresos frente a aseguradoras que levantan barreras para evitarlo.

Con lo expuesto hasta ahora, resulta evidente que los incentivos económicos de los médicos comprometen seriamente las decisiones operativas que deben tomar en la interacción con los pacientes. Y es que, si las relaciones entre aseguradoras y asegurados y entre aseguradoras y médicos están ya profundamente viciadas, la relación entre médicos y pacientes no lo está menos. No solo se generan prescripciones inadecuadas o subóptimas en términos de aprovechamiento de recursos, sino que también los propios pacientes tienen motivos para engañar a los médicos dentro del marco de la sanidad privada, precisamente por las restricciones que imponen las compañías aseguradoras. Como comentábamos antes, una práctica común es la de los cuestionarios de salud previos a la contratación de la póliza, destinados a calcular la prima o a fijar exclusiones. Así, un paciente fumador puede enfrentarse a cuotas más elevadas o a exclusiones relacionadas con patologías respiratorias. En consecuencia, los pacientes, conocedores de estas limitaciones, tienden a manipular información en consulta: minimizan la duración de los síntomas, omiten detalles relevantes o alteran la forma en que surgió el malestar, todo para asegurarse de que la aseguradora no encuentre un resquicio para denegar la cobertura. Todo esto, además, dificulta al médico la práctica clínica, privándole de datos fundamentales para orientar adecuadamente el diagnóstico y el tratamiento.

De este modo, los seguros privados de salud pueden describirse como un auténtico juego de trileros, en el que cada parte miente o manipula para obtener ventaja: las aseguradoras diseñan pólizas llenas de letra pequeña y buscan pretextos para denegar coberturas; los médicos ajustan sus prescripciones según los incentivos económicos que reciben; y los pacientes, por su parte, esconden o alteran información para no quedar desprotegidos. Cada actor opera con sus motivaciones particulares y desde su posición de poder relativa, pero en conjunto el sistema resulta extraordinariamente ineficiente. El resultado es un escenario cotidiano regado de crispación, desdén y desconfianza: tiempos de consulta reducidos al mínimo, autorizaciones que se eternizan, asegurados frustrados y trabajadores de las compañías recompensados por encontrar la excusa adecuada para denegar procedimientos. Como muestra extrema de la tensión y el resentimiento acumulados en estas dinámicas, basta recordar el caso de Luigi Mangione.

Aun así, el sector sanitario privado crece sin freno. En España, ya son alrededor de 12,4 millones de personas —cerca del 26 % de la población— quienes cuentan con un seguro sanitario privado, frente al ~19 % de hace diez años, lo que refleja un crecimiento sostenido en la última década. En 2022, los seguros privados facturaron más de 10.000 millones de euros, equivalente a un aumento del 5,18 % desde 2017, y los ingresos crecieron un 7,4 % en 2024. Aunque estas cifras son importantes, no se comparan con las de Estados Unidos, donde el mercado de seguros médicos privados alcanza dimensiones astronómicas: se estima en 1,57 billones de dólares para 2025, con proyecciones de crecimiento hasta los 2,1 billones hacia 2030, impulsado por la demografía, las enfermedades crónicas y las estructuras de seguros ligados al empleo.

Pero este crecimiento no responde a mejoras reales en cobertura o equidad; se alimenta del miedo, de la presión sobre el sistema público y de una confianza maltrecha que empuja a las personas a pagar por lo privado, aun cuando éste no ofrece garantías suficientes. Si falla la medicina científica tanto en su aplicación pública como en la privada, la percepción generalizada es de desconfianza hacia la ciencia. Existe una enorme distorsión entre lo que la ciencia puede realmente hacer y la forma en que opera cotidianamente. La respuesta está, una vez más, en la producción y en la logística.

Ya hemos expuesto cómo factores como el desmantelamiento de la sanidad pública y las críticas a la función social de la medicina, así como las pseudoterapias y el sistema de medicina privada, han configurado alternativas que no resuelven el problema. Aún falta un punto vital por abordar: la piedra de toque, la culminación de todo este proceso que ha precipitado la situación hasta nuestro punto crítico actual.

Pandemia COVID-19. El detonante.

A principios de 2020 comenzó a expandirse por todo el mundo una nueva enfermedad causada por un coronavirus que, tras lograr la zoonosis a finales de 2019 en China, se propagó con una rapidez inédita en la historia reciente. La interconexión propia de la sociedad globalizada favoreció una transmisión acelerada que desembocó en la declaración oficial de pandemia por parte de la OMS el 11 de marzo de 2020, momento en el que ya se habían detectado casos en 114 países. En España, el Consejo de Ministros decretó el estado de alarma y el confinamiento obligatorio de la población el 14 de marzo, siguiendo la estela de medidas similares adoptadas en Italia, Francia o Reino Unido. En Estados Unidos, por otro lado, la respuesta dependió de cada estado. Incluso tras el levantamiento del confinamiento estricto, las medidas de prevención como el uso obligatorio de mascarilla, distanciamiento social o el cierre de locales de ocio supusieron un fuerte impacto psicológico para la población, que además debía enfrentarse a los efectos directos de la enfermedad.

Si bien la mortalidad global de la CoViD-19 no fue extraordinariamente elevada en comparación con otras epidemias, su impacto resultó especialmente grave en colectivos vulnerables, especialmente personas inmunodeprimidas y mayores de 75 años, en quienes la mortalidad llegó a estimarse en torno al 15 %. En España, se registraron oficialmente más de 12 millones de casos hasta mediados de 2022, de los cuales se puede atribuir la muerte por causa de la enfermedad a más de 104.000 de pacientes. A ello se sumó la saturación del sistema sanitario, que disparó los niveles de estrés y agotamiento entre los profesionales de la salud, sometidos a una exposición mucho más alta al contagio. La atención médica disponible para la población general se redujo drásticamente: se aplazaron cirugías, revisiones y tratamientos de enfermedades crónicas, agravando el estado de salud de miles de personas. Especialmente escandalosa resultó la situación del abandono institucional que sufrieron miles de ancianos en residencias, llegando a contabilizarse más de 10.000 muertes solo en residencias madrileñas debido a protocolos oficiales de la Comunidad de Madrid que impedían derivar residentes enfermos a hospitales.

Además de su dimensión social y sanitaria, la pandemia tuvo un impacto devastador en la economía. En 2020, el PIB español cayó un 11,3 %, la mayor contracción de toda la Unión Europea, mientras que Italia y Francia registraron descensos del 8,9 % y 7,9 %, respectivamente. Las regiones más dependientes del turismo fueron las más castigadas. En paralelo, se rescindieron de forma masiva contratos temporales y se multiplicaron los ERTE, que sirvieron para amortiguar las pérdidas empresariales a costa de los trabajadores. En Estados Unidos, el golpe fue igualmente brutal: en abril de 2020 se destruyeron más de 20 millones de empleos, lo que hizo que la tasa de paro pasara del 3,5 % al 14,7 % en cuestión de semanas. La pandemia provocó así una crisis económica estructural que generó una presión enorme por «volver a la normalidad». Muy pronto, las medidas colectivas fueron sustituidas por la retórica de la responsabilización individual y los esfuerzos oscilaron de la protección de la población hacia la protección del beneficio capitalista. Aun con todo, el impacto del virus seguía siendo innegable, lo que hacía urgente el desarrollo de una vacuna.

El desarrollo de las vacunas contra la CoViD-19 fue presentado como un triunfo sin precedentes de la ciencia moderna, pero la velocidad sin parangón de su producción también arrojó sombras difíciles de ignorar. El proceso acelerado, impulsado por la urgencia de la crisis, redujo los tiempos habituales de investigación y ensayos clínicos, alimentando dudas sobre posibles efectos secundarios no notificados o aún no detectados a largo plazo. A ello se sumó la opacidad de los contratos firmados entre gobiernos y farmacéuticas, que blindaban jurídicamente a estas últimas frente a responsabilidades por eventuales daños. Mientras tanto, las grandes compañías del sector amasaron beneficios multimillonarios gracias a la venta masiva de dosis: solo entre 2021 y 2022, Pfizer obtuvo unos 35.000 millones de dólares de beneficio y Moderna alrededor de 20.000 millones. Pero quizá lo más escandaloso fue la distribución desigual: según la ONU, para septiembre de 2021 apenas el 3 % de la población de los países más pobres había recibido la vacuna, frente al 60 % de los países del centro imperialista. De los 10.700 millones de dosis administradas en el mundo hasta mediados de 2022, apenas el 1 % había llegado a los países más pobres.

En paralelo, la gestión del discurso público durante la pandemia estuvo marcada por un férreo cierre de filas en torno a la oficialidad. Cualquier señalamiento crítico sobre la rapidez de los procesos, la falta de transparencia en los contratos o la seguridad de las vacunas era inmediatamente etiquetado como «negacionismo» o «conspiracionismo delirante», sin dejar espacio a una crítica legítima. Esta estrategia tuvo un efecto perverso: al cancelar la posibilidad de un debate matizado, se entregó el terreno entero a las posiciones más extremas y desinformadas. Así, propuestas tan absurdas como que la CoViD-19 podía curarse con inyecciones de lejía fueron popularizadas incluso desde la presidencia de Estados Unidos. Afirmaciones irresponsables de todo tipo que minimizaban la enfermedad o directamente la negaban, encontraron una visibilidad desproporcionada. El resultado fue que la ciudadanía se vio obligada a elegir entre la aceptación acrítica de la narrativa oficial o la adhesión a teorías descabelladas, sin posibilidad de articular una oposición racional y fundamentada.

En definitiva, la pandemia de la CoViD-19 no puede comprenderse solo como un evento puntual, sino como la aceleración del desarrollo de contradicciones acumuladas en el seno de la organización de la sociedad. Los recortes previos, la creciente mercantilización de la medicina y la fragilidad de los sistemas productivos en el ámbito de la salud se expresaron en el salto cualitativo que supuso el colapso pandémico. La gestión comunicativa, asentada en la polarización y en el cierre de filas, no fue un mero accidente discursivo, sino la traducción ideológica de esas contradicciones: al no existir margen real para la transformación de la base material, se sofocó la crítica y se asoció toda oposición con la irracionalidad conspirativa. Así, las ideas que circularon en torno a la pandemia y que todavía hoy resuenan con fuerza no surgieron del azar ni de un intercambio libre en el campo del pensamiento, sino de la presión de las condiciones materiales. La ciencia, atrapada en este movimiento, queda expuesta en su doble condición: como fuerza productiva y como aparato de dominación. La pandemia, en suma, ha funcionado como un salto histórico que ha condensado y revelado en un solo movimiento las tensiones que se venían gestando desde hace décadas en la relación entre medicina y capital.

Conclusiones.

Para evitar que un debate sobre cualquier cuestión derive en una dinámica inane o en un ejercicio de escolástica vacía, es necesario que se desarrolle dentro de un conjunto de coordenadas metodológicas compartidas. Para los comunistas, tales coordenadas no pueden ser otras que las del materialismo dialéctico, el método propio del socialismo científico.

Atenerse a las exigencias del diamat implica, en primer lugar, estudiar los fenómenos en su dimensiónhistórica, es decir, en su proceso de desarrollo. En el caso concreto de la medicina, esto significa que no puede comprenderse como un conjunto de prácticas técnicas o decisiones políticas aisladas, sino como una expresión concreta de la estructura social históricamente determinada que la produce.

Asimismo, el método dialéctico exige considerar la interconexión de las distintas esferas de la realidad. La medicina está imbricada con la economía, la ideología, la técnica y las formas de organización del trabajo; su crisis constituye, por tanto, una manifestación parcial del desarrollo de contradicciones más amplias.

Finalmente, el materialismo dialéctico reclama explicar, no sólo describir. Se trata de ir más allá del mero registro empírico para esclarecer las causas históricas y estructurales que determinan la forma actual de la medicina. De ahí la necesidad de una consideración materialista de la realidad, es decir, del reconocimiento de que su estructuración está determinada por la primacía de los fenómenos ajenos a la conciencia, los cuales son los que configuran las formas de conciencia y las ideologías. Sólo desde este punto de vista el estudio de la medicina y de su crisis puede adquirir verdadero sentido científico y político.

Del análisis efectuado se desprende con claridad que el declive de los sistemas públicos de salud no constituye un accidente casual ni el resultado de errores de gestión de uno u otro partido de la burguesía, sino el síntoma de una necesidad del desarrollo del modo de producción capitalista en su fase actual. Las transformaciones estructurales del capital, marcadas por las crisis de sobreproducción y la consecuente expansión de la lógica mercantil a todos los ámbitos de la vida social, conducen inevitablemente al desmantelamiento progresivo del Estado del bienestar. La medicina, como parte emblemática de la superestructura institucional de ese Estado, no escapa a esta dinámica: su crisis expresa el agotamiento histórico de una forma social que debe realizar cambios drásticos para poder seguir reproduciéndose bajo las condiciones materiales presentes.

Pretender revertir esta tendencia mediante políticas de «reconstrucción» o «reforma» del sistema sanitario equivale, por tanto, a ignorar las leyes de movimiento del capital. A estas alturas no debería quedar duda de que no se trata de una desviación coyuntural corregible por la mera voluntad política. El ejemplo español resulta particularmente ilustrativo: incluso con una coalición gubernamental situada en el límite izquierdo permitido por la lógica electoral burguesa, el proceso de deterioro del Estado del bienestar no se ha detenido, sino que se ha profundizado. Ello demuestra que el fenómeno no depende de la orientación ideológica de los gobiernos, sino de una tendencia objetiva, inherente al propio desarrollo del capitalismo. Allí donde el capital encuentra límites a su valorización, disuelve sin vacilar las estructuras que en otras etapas le fueron funcionales, entre ellas el aparato de bienestar social. El enemigo a abatir, por tanto, no es este o aquel partido, sino el sistema capitalista en su conjunto.

Pero el simple rechazo a la reforma no es suficiente para ser consecuentes con las premisas del materialismo histórico. Y es que la simple lamentación bienestarista de los recortes en salario indirecto y la toma de consignas políticas que redundan en «lo que hemos perdido» es incapaz de dar cuenta de la anomalía histórica que han supuesto las condiciones que permitían la existencia de ese Estado del bienestar, y la claudicación de clase que supuso su avance. Anomalía que, recordemos, no ha sido una realidad para la mayor parte del proletariado del mundo, ni tampoco para buena parte del proletariado del centro imperialista, ni siquiera en sus momentos más álgidos.

En este sentido, la defensa de un supuesto retorno al Estado del bienestar, bien en su forma socialdemócrata, o bien en la versión nostálgica que aún pervive en ciertos sectores del movimiento comunista; no representa una alternativa, sino una ilusión reaccionaria. El reformismo bienestarista, al sostener la posibilidad de humanizar el capitalismo o de moderar sus contradicciones, contribuye únicamente a prolongar su dominio. La única posición verdaderamente científica consiste en el reconocimiento dela imposibilidad histórica de restaurar el Estado del bienestar y la afirmación de que las contradicciones que hoy se manifiestan en la crisis de la medicina solo podrán resolverse más allá del capitalismo, mediante su superación revolucionaria.

La crisis de la sanidad no se resolverá mediante la agregación espontánea de «profesionales y ciudadanía», bajo la manida fórmula de «defender lo público» que no sólo despolitiza el conflicto, sino que fragmenta artificialmente al sujeto que sí posee la capacidad histórica de transformar la realidad: la clase obrera. Buena muestra de ello la ofrecen las recientes huelgas de médicos, cuyo carácter aristobrero y estrictamente corporativo, desligado de las reivindicaciones de las demás ramas del sector, ha conducido a conflictos estériles que refuerzan la lógica gremial propia de las capas profesionales más integradas en la superestructura del capital.

A finales de octubre y principios de noviembre se produjo, por otro lado, una huelga nacional de técnicos sanitarios, un colectivo con condiciones laborales mucho más precarias y sin el reconocimiento profesional del que goza la capa médica. Mientras los médicos movilizan sus conflictos de forma separada y con reivindicaciones centradas en su propio estatus, los técnicos se ven obligados a luchar por mejoras básicas sin apoyo del resto de categorías. Esta separación expresa de forma nítida la fragmentación interna del sector y muestra los límites de cualquier estrategia que pretenda recomponer la sanidad bajo fórmulas corporativas o pactistas. La tarea que se impone no es, por tanto, la defensa de intereses parciales ni la nostalgia por el pacto socialdemócrata, sino la reconstrucción de la unidad obrera sobre la base explícita de la lucha de clases. Los médicos deberán decidir, en última instancia, si se sitúan con los privilegios de su capa o con las necesidades históricas de su clase.

Por supuesto, el desarrollo del capitalismo hacia sus formas más avanzadas no tiene un impacto restringido a la ciencia médica. Tampoco es una cuestión que ataña exclusivamente a una dimensión logística de distribución de recursos. La lógica del capital subsecuente a su estadio actual lastra el desarrollo mismo del conocimiento, puesto que un aspecto determinante en la consolidación de nuevos paradigmas científicos es la aplicación práctica. Una aplicación práctica que, en medicina, solo puede interesar al capitalismo en la medida en que sirve a sus intereses. Y esta es, en definitiva, la crisis que enfrenta hoy la medicina.

Pero en última instancia, la crisis de la medicina es equiparable a una crisis de carácter más general: la crisis del conocimiento en la modernidad capitalista. La medicina moderna nació como uno de los pilares del proyecto ilustrado, sostenido mediante la fe en la razón científica y en la posibilidad de una gestión racional de la vida. Pero esa fe que articulaba el vínculo entre la ciencia, el Estado y el progreso, se ha quebrado. De este modo, la crisis de la medicina es una manifestación sintomática del agotamiento histórico del proyecto moderno de conocimiento, el que prometía reconciliar la verdad, la utilidad y la emancipación bajo la égida del progreso. El derrumbe de esa síntesis marca no solo el fin del Estado del bienestar, sino también el límite interno del pensamiento burgués sobre la vida, la salud y el saber mismo.

En suma, la crisis de la medicina no puede comprenderse ni resolverse desde las categorías del pensamiento burgués, pues ella misma es producto de sus límites históricos. Solo el método del materialismo dialéctico permite situarla en su verdadera dimensión: como expresión concreta de las contradicciones del capitalismo en su fase terminal y como síntoma del agotamiento del proyecto moderno de conocimiento. Allí donde el saber se subordina a la ganancia, la salud se convierte en mercancía y la ciencia en ideología. La tarea que se impone no es la restauración utópica del pasado, sino la construcción de un nuevo horizonte en el que el conocimiento y la salud se emancipen, finalmente, de la lógica del capital.


  1. Cabe señalar que el neoliberalismo no constituye una alteración sustantiva del modo de producción, sino que sencillamente representa la forma ideológica que adopta el capital ante las condiciones estructurales de fines del siglo XX: la globalización financiera, la pérdida de productividad y la necesidad de restaurar la rentabilidad mediante la desregulación y la privatización. Tampoco representa una verdadera continuidad teórica del liberalismo clásico, sino que se trata de una reelaboración neoclásica que, bajo la apariencia de recuperar a Smith o Ricardo, desarticula sus fundamentos teóricos, como la noción de valor trabajo o el anclaje moral de la economía política. Al articularse con el monetarismo y las teorías marginalistas, configuró una nueva racionalidad centrada en la estabilidad de precios, la disciplina fiscal y la autorregulación de los mercados. ↩︎
  2. En este caso, el término mujeres hace referencia concretamente a las mujeres cis. Las personas trans generalmente sufren en medicina un amplio abanico de violencias particulares las cuales merecerían ser consideradas a parte ya que van desde la denegación de tratamientos hasta la patologización de su propia condición de disidente de género. ↩︎