TRABAJO, SUJETO Y REVOLUCIÓN

Kursant
3 de mayo de 2024



Con el sudor de tu frente
obtendrás alimento para comer
hasta que vuelvas a la tierra
de la que fuiste formado.
Pues fuiste hecho del polvo,
y al polvo volverás.
– Génesis 3:19 –
LA REVOLUCIÓN (SIGUE) A LA ORDEN DEL DÍA

El mero hecho de tener que plantear nuevamente, más de 150 años después de la publicación de «El Capital» y un siglo después de «El imperialismo» del camarada Lenin, el debate alrededor del sujeto casi como una cuestión de principio constituye para los comunistas, sin lugar a duda, la asunción implícita de una derrota largo tiempo consumada. La segunda mitad del siglo pasado asistió, de forma indiscutible, al fracaso inapelable del proletariado en la consecución de su cometido histórico. Mientras el revisionismo se imponía progresivamente en los antaño faros de la Revolución Proletaria Mundial hasta su estrepitoso derrumbe o hasta la consolidación de su viraje burgués, en el polo imperialista occidental la clase obrera moría como agente político independiente a manos de la quintacolumna aristobrera. Semejante desecha tuvo su reflejo ideológico en la proclamación de la «muerte del sujeto» por parte de la intelectualidad postestructuralista y en la desestimación de los grandes relatos históricos como intrínsecamente «opresivos», asentándose estos asertos como fundamentos implícitos del consenso social burgués finisecular.

Otra intelectualidad, menos pudorosa, tuvo la «decencia» de no encubrir bajo sucesivas capas de opulenta fraseología barata la tesis que el biempensante orden burgués quería escuchar y sentenció, sin pudor alguno, la muerte histórica de la clase obrera. Cognitariado, «multitud», precariado, clases medias en proceso de proletarización etc. La miríada de nombres que los sicofantes de la pata izquierda del Partido del Orden inventaron, inventan e inventarán para eludir la invocación del enterrador de este mundo, de su mundo, son interminables. Sin embargo, la denuncia explícita de estas tergiversaciones anticientíficas no puede ser óbice para asumir, abiertamente y sin tapujos, que su proliferación constituye a la vez causa y síntoma de una derrota que nos es propia. Y, sobre todo, de una derrota los ecos de la cual siguen contaminando los debates de hoy en día entre supuestos comunistas.

Y es que el reverso de esta tesis de la «muerte del proletariado», la reivindicación abstracta y folclórica de una «clase obrera» caricaturizada con mono azul y manos grasientas, no es menos liquidacionista que su necesario anverso. La reivindicación vacía del proletariado sin atender a ni desarrollar las determinaciones estratégicas concretas que hoy en día constatan su vigencia como clase revolucionaria es un brindis al sol más propio de grupúsculos entregados al identitarismo barato que de organizaciones verdaderamente revolucionarias. Para más inri, en demasiados casos esta apología inane se extiende hasta el enaltecimiento acrítico de ciertas experiencias y figuras históricas sin rendir las cuentas pertinentes, sin hacer la autocrítica ineludible para que el comunismo vuelva a constituirse como una fuerza histórica real. Todo ello amparándose en la defensa de una, a nuestro parecer, falsa «ortodoxia», grotesca e inoperante.

Es en estas coordenadas, a priori poco halagüeñas, en las que inscribimos la necesidad de ofrecer nuestra contribución a este debate fundamental como punto de partida para el reencuentro con los comunistas honestos que, sin atisbo de duda, proliferan hoy entre las filas del movimiento comunista nacional e internacional. La tarea que nos proponemos en el presente artículo es concisa a la vez que compleja: analizar las determinaciones del proletariado en la España del siglo XXI para constatar dos tesis fundamentales. La primera, de índole metodológica, es que el debate alrededor del sujeto no constituye un debate de principio, sino un debate táctico-estratégico que debe cimentarse sobre los fundamentos de la crítica de la economía política desarrollada por los padres del marxismo. La segunda, de naturaleza estratégico-coyuntural si se quiere, es que hoy en día seguimos viviendo en la fase imperialista que Lenin describió en sus aspectos fundamentales y que, por lo tanto, la revolución, siguiendo sus palabras, es una tarea que se encuentra a la orden del día para el proletariado internacional.

En aras de justificar estas tesis, el desarrollo del artículo se concretará en tres momentos. En primer lugar, expondremos brevemente las determinaciones fundamentales del trabajo en el modo de producción capitalista con el objetivo de conjurar las distintas tesis revisionistas que amenazan con opacar un análisis científico de la cuestión. En un segundo momento, avanzando progresivamente hacia una mayor concreción, analizaremos la situación actual del proletariado en el Estado español. Este esbozo debe servir de punto de partida para proporcionar una visión de conjunto que justifique unos planteamientos táctico-estratégicos adecuados. Finalmente, insistiremos en la posibilidad histórica de la realización de la condición revolucionaria del proletariado partiendo de las determinaciones que hoy en día lo constituyen como clase.

Quisiéramos terminar esta introducción recalcando que las consecuencias de este debate no podrían ser más relevantes. Del atino en su resolución depende, en última instancia, la asunción de una línea revolucionaria o la progresiva barrena por la liquidacionista pendiente del revisionismo. Para dar paso al artículo en sí, y en aras de reafirmarnos en la envergadura de lo que discutiremos, nos permitimos recuperar las siguientes palabras de Elena Ódena, advertencia ineludible que resuena desde el fondo de nuestra tradición revolucionaria:

Niegan la existencia misma del proletariado como tal mediante una serie de mistificaciones, basadas en el desarrollo tecnológico, la elevación actual de la formación científica y técnica de los obreros y otros trabajadores, así como el veloz desarrollo de los medios técnicos y científicos, y en la mecanización de la producción, y en el papel cada vez más importante de los descubrimientos científicos y tecnológicos en la economía.

Olvidan que estos descubrimientos y progresos responden a las necesidades de la competitividad y la ley del beneficio máximo, que sigue siendo el motor del desarrollo de la sociedad capitalista y no al deseo de liberar al proletariado. Los revisionistas modernos han llego así a negar la necesidad de la violencia para derrocar a los gobiernos capitalistas y de la dictadura del proletariado para destruir el aparato estatal burgués y construir el socialismo.1

DETERMINACIONES DEL TRABAJO

Antes de definir el proletariado «en sí» consideramos oportuno distinguir entre varias determinaciones del trabajo dentro del modo de producción capitalista. En el circuito del capital no solo existen el trabajo generador de plusvalía y la actividad parasitaria del burgués, sino que, de hecho, hay un gran número de actividades que deben ser tenidas en consideración. Para ello, debemos esclarecer la posición comunista respecto varias características generales del trabajo que contribuirán a la posterior definición del sujeto revolucionario.

El trabajo en general es aquella actividad consciente que sirve para transformar la naturaleza con el objetivo de generar un bien o un servicio. De forma más concreta, el trabajo bajo el modo de producción capitalista es aquella actividad transformadora destinada a un objetivo muy específico: la valorización del capital, ya sea en su fase productiva o en cualquier fase de su circulación.

En un orden lógico, la primera determinación que se desprende del trabajo bajo su forma capitalista es la distinción entre trabajo productivo e improductivo. Esta diferenciación sirve para medir si este genera valor o no. Para ello no debemos fijarnos en si una actividad es más o menos «necesaria» para la sociedad ni lanzar juicios subjetivos sobre si es un trabajo mejor o peor considerado, si sufre de un mayor estigma social o cualquier otra valoración de carácter moral. En este sentido, rechazamos como anticientíficas, desde un punto de vista comunista, las «aportaciones» de la teoría de la reproducción social –de ahora en adelante, TRS–. Esta teoría, bajo la premisa de «revisar» y «expandir» el alcance del marxismo, mixtifica con premisas morales el aparataje conceptual de este, reivindicando la «productividad» del trabajo doméstico y denunciando su condición de trabajo impago, algo a todas luces incorrecto. Por el contrario, bajo el capitalismo, el trabajo productivo es aquel que reproduce la fuerza de trabajo del productor y que también genera una plusvalía que el capitalista se apropia de forma parasitaria. Esta es la forma fundamental de existencia del modo de producción capitalista. Es indistinto que el producto del trabajo tome la forma de servicio o de bien de consumo, que se dé en mejores o peores condiciones, o que se realice en el entorno laboral o en los confines domésticos. Si un trabajador realiza trabajo asalariado, produce una mercancía en forma de bien o servicio y genera plusvalía para el capitalista, se trata de un trabajador productivo.

El trabajo improductivo es aquel que, aunque sea necesario para la sociedad y fundamental para su existencia en un momento histórico, no genera plusvalía. Son improductivos, por ejemplo, todos aquellos trabajos destinados a la esfera limitada al intercambio. Estos trabajos serán innecesarios bajo el comunismo, donde no existirá el trabajo privado y, por lo tanto, tampoco existirá la necesidad de intercambiar el producto de este bajo la mediación del mercado. Sin embargo, bajo las condiciones actuales, estos trabajos son necesarios en tanto que es necesario ratificar el intercambio de los productos de trabajos privados. Para ilustrar aquello a lo que nos referimos, tomemos como ejemplo el trabajo de cajero en un supermercado. La tarea es necesaria porque requiere de la sanción de valor entre la mercancía dinero y la mercancía que se vende en el establecimiento. Pero este trabajo no valoriza el capital, sino que posibilita su transformación de su forma mercancía en su forma dinero. Tanto lo mismo ocurre con los trabajos adscritos al comercio, la contabilidad o las finanzas, por señalar otros ejemplos. Todas estas actividades sirven para el intercambio y su realización, pero no generan nuevo valor.

Otro claro ejemplo es el de la policía. Aunque difícilmente puedan ser considerados proletarios –de hecho, su clase es más bien la aristocracia obrera destinada al control y vigilancia de la fuerza de trabajo–, siguen ejerciendo, a cambio de un salario, una actividad consciente destinada a un objetivo concreto. Su trabajo es necesario en tanto que es útil a la burguesía para mantener una sociedad irreconciliada consigo misma y, por lo tanto, se desvía parte del producto del trabajo elaborado por la clase obrera para mantener la fuerza de trabajo que realiza labores policiales. No obstante, este ejemplo nos sitúa ante la necesidad de realizar una distinción relevante: debemos diferenciar brevemente entre un trabajo de administración de la producción –por ejemplo, el de un director de orquesta o el de un perfil técnico con cierta responsabilidad y experiencia dentro de una división del trabajo concreta– de la coerción y control de la fuerza de trabajo necesarios para forzar a los trabajadores a seguir bajo las órdenes de sus explotadores dentro y fuera del entorno laboral –aunque en ocasiones ambas tareas sean realizadas por una misma persona–.

El siguiente fragmento, perteneciente a la obra de Rubin, clarifica la diferencia entre trabajo productivo e improductivo:

El trabajo improductivo es aquel que «no se cambia por capital, sino directamente por renta, por salario o ganancia y, naturalmente, por los diversos elementos que forman la ganancia del capitalista, como son el interés y la renta del suelo» (…) Un actor, incluso un clown, puede ser, por tanto, un obrero productivo si trabaja al servicio de un capitalista, de un patrón, y entrega a éste una cantidad mayor en trabajo de la que recibe de él en forma de salario. En cambio, un sastre que trabaja a domicilio por días, para reparar los pantalones del capitalista, no crea más que un valor de uso y no es, por tanto, más que un obrero improductivo. El trabajo del actor se cambia por capital, el del sastre por renta. El primero crea plusvalía; el segundo no hace más que consumir renta (…) Una cantante que vende su canto por su propia cuenta es un trabajador improductivo. Pero la misma cantante, si recibe de un empresario el encargo de cantar con el fin de hacer dinero para él, es un trabajador productivo, pues produce capital. (…) el trabajo asalariado, si no es empleado para rendir una plusvalía –por ejemplo, el trabajo de sirvientes domésticos–, no es productivo en el sentido de la definición dada. Pero el trabajo de sirvientes domésticos no es improductivo porque sea «inútil» o porque no produzca bienes materiales. Como dice Marx, el trabajo de un cocinero produce «valores de uso materiales», pero es improductivo si el cocinero se contrata como sirviente personal.2

Del mismo modo, el capitalista puede percibir ganancia aunque no contrate mano de obra productiva. Dicha ganancia no provendrá de la generación de plusvalor de sus empleados, sino de la obtención de parte de la ganancia de otros capitales productivos; será el resultado del gasto realizado por el capital productivo, que desvía parte de su plusvalía y la destina a una miríada de funciones necesarias para la valorización capital en su conjunto. En cuanto a los trabajadores asalariados no productivos, estos no generan plusvalía, pero sí rinden plustrabajo en forma de trabajo asalariado, pues el valor de su fuerza de trabajo es inferior a la parte de ganancia que obtiene el capitalista que los contrata. Este, como los demás capitalistas, obtiene ganancias mediante la venta de mercancías, pues el trabajo privado de los trabajadores improductivos genera un bien o un servicio destinado al intercambio. El trabajo impago de dichos obreros no productivos sirve al capitalista para tener derecho a obtener una parte de la ganancia generada por los capitales productivos. Esa ganancia individual tiene una magnitud superior a la del total del trabajo pagado a sus trabajadores no productivos y, de este modo, el capitalista no productivo puede reproducir su capital individual.

La siguiente distinción que debemos establecer en nuestro análisis es aquella existente entre trabajo intelectual y trabajo manual, indistintamente de si el trabajo es productivo o no. El trabajo intelectual, necesario para el proceso de producción, no difiere en términos generales del trabajo físico. Es más, todo trabajo intelectual involucra una actividad física, y todo trabajo manual requiere de una actividad intelectual en tanto que requiere de una conciencia previa a la realización del acto. Es más, la distinción entre «manual» e «intelectual» surge de la división del trabajo presente en los modos de producción clasistas. En el capitalismo, esta división genera, por un lado, trabajos técnicos muy especializados centrados fundamentalmente en actividades relacionadas con el estudio de las diferentes ramas de la ciencia burguesa; por otro lado, trabajos manuales, generalmente monótonos, físicamente exigentes y basados en actividades mecánicas y repetitivas. El desarrollo del capitalismo acentúa la división del trabajo manual e intelectual, incrementando así la acumulación de cierto tipo de conocimiento técnico en algunas capas limitadas de proletarios especializados y en la intelectualidad pequeñoburguesa.

Esto nos lleva a la siguiente contradicción: la que existe entre el trabajo simple y el trabajo complejo. Mientras que el trabajo simple es aquel que puede ejercer la mayor parte de la mano de obra disponible sin necesidad de especialización, el trabajo complejo o cualificado es el que exige una mayor inversión de recursos en su formación. La «mano de obra media» que permite, en cierto modo, realizar la división entre trabajo simple y complejo, varía histórica y geográficamente. Como es evidente, la mano de obra media de la Rusia de los zares y la existente en la España del siglo XXI muestran diferencias de enjundia. Desarrollaremos a lo que nos referimos en base al análisis del último caso. En España, como en tantos otros países del centro imperialista, los estudios superiores se están instaurando como parte formativa de la mano de obra rasa, lo que significa que el trabajo simple actual requiere de un nivel de conocimientos superior a aquellos existentes hace cien años. Debido a la especialización del trabajo y a la reducción de costes, la educación superior se ha vuelto accesible, en términos generales, a las amplias masas proletarias. Por lo tanto, la mano de obra simple ya posee en muchas ocasiones un grado universitario, una formación profesional o algún tipo de estudios superiores. Títulos que confieren cada vez más al proletariado su condición de mano de obra media y no la de obrero especializado.

En cuanto al trabajo complejo, este posee un mayor valor debido a varias razones:

1. Para producir esa fuerza de trabajo se ha requerido de un mayor valor que para la fuerza de trabajo media: más horas de estudio y/o horas de trabajo, más materiales de preparación o más entrenamiento, mayor especialización y práctica etc.

2. Los trabajadores especializados tienen una menor competencia, por lo que la demanda de los burgueses aumenta el valor de esa fuerza de trabajo por encima de la que se encuentra en abundancia.

3. Los trabajos complejos pueden aumentar el potencial de ganancias del burgués mientras no sea más barato sustituirlos por varios trabajadores medios. Es decir, el mayor coste de una fuerza de trabajo especializada es compensada por el ahorro del burgués al eliminar una gran cantidad de mano de obra rasa.

El trabajo simple depende de las condiciones de producción de la fuerza de trabajo. La reducción de costes que permite la industria burguesa en educación hace que no se encarezca esa mano de obra media, sino que el modo de producción tenga más capacidad para estandarizar con costes bajos una mano de obra simple mucho más compleja que la de hace un siglo. La extensión de trabajos que requieren de una mayor especialización sirve para «democratizar» muchos trabajos antes «especializados» –en tanto que de acceso restringido–, precarizando poco a poco el sector como ocurriría en otro de más «manual». Tal es la igualación de todos los trabajos bajo el capitalismo.

El trabajo complejo, por su parte, siempre es equivalente a varias unidades de trabajo simple, por lo que también se ve afectado por los cambios en la mano de obra media. En el momento en que la universidad se extiende a gran parte del proletariado, muchos trabajos anteriormente complejos se simplifican, pasando a formar parte del ejército de proletarios rasos.

El valor individual de cada fuerza de trabajo es una unión de muchas concreciones presentes en el día a día: oferta y demanda, peligrosidad, experiencia, coyuntura política, etc. Es decir, el valor de cada fuerza de trabajo se enfrenta al de otras. Pero todas estas características giran en torno a la existencia de un trabajo medio. Procederemos a citar otro fragmento de Rubin que explicita cristalinamente la diferencia entre trabajo simple y complejo, fruto de la forma trabajo asalariado y de la mercancía como fetichización de la producción real:

Si dos gastos de trabajo determinados, independientemente del proceso de intercambio, difieren en cuanto a extensión, intensidad, nivel de calificación y productividad técnica, la igualación social de estos gastos de trabajo se realiza en una economía mercantil sólo a través del cambio. (…) El proceso de cambio elimina las diferencias en las formas de trabajo; al tiempo, elimina las diferentes condiciones y convierte las diferencias cualitativas en cuantitativas. (…) A causa de estas diferentes condiciones, el producto de un día de trabajo del zapatero se cambia, por ejemplo, por el producto de dos días de trabajo de un obrero no calificado de la construcción o un excavador, o por el producto de medio día de trabajo de un joyero. (…) Si los zapateros producen, en promedio, un par de zapatos por día, y un zapatero que es más hábil y mejor preparado produce dos pares, entonces, naturalmente, el producto de un día de trabajo del zapatero más calificado –dos pares de zapatos– tendrá dos veces más valor que el producto de un día de trabajo del zapatero de habilidad media –un par de zapatos–.

El producto de una hora de trabajo del joyero no se cambia por el producto de dos horas de trabajo del zapatero porque el joyero considere subjetivamente que su trabajo es dos veces más valioso que el del zapatero. Por el contrario, las evaluaciones subjetivas conscientes de los productores están determinadas por el proceso objetivo de igualación de mercancías diferentes, y a través de las mercancías, por la igualación de diferentes formas de trabajo en el mercado. (…) Si tomamos el trabajo de un obrero no calificado –un excavador– como trabajo simple, y si tomamos una hora de su trabajo como unidad, entonces una hora de trabajo del joyero es igual, digamos, a cuatro unidades, no porque el joyero evalúe su trabajo y le asigne el valor de cuatro unidades, sino porque su trabajo es igualado en el mercado con cuatro unidades de trabajo simple.3

En la sociedad capitalista ese proceso se realiza espontáneamente, sin planificación consciente. La igualación de diferentes formas de trabajo no se efectúa directamente, sino que se establece mediante la igualación de los productos del trabajo en el mercado. Semejante igualación constituye un resultado de las acciones conflictivas de un gran número de productores de mercancías. En estas condiciones, la sociedad es el único contador competente que puede calcular el nivel de los precios, y el método que emplea la sociedad para lograr este fin es la competencia (Rubin).

El capitalismo, que obliga a competir a los diferentes productores, oscila entre la tendencia a sustituir mano de obra simple por mano de obra especializada y a la vez sustituir esta mano de obra especializada por mano de obra simple, dependiendo de cada coyuntura y del estado de desarrollo de las fuerzas productivas. El capital combinará la liquidación de trabajadores especializados a cambio de mano de obra simple mediante la simplificación de trabajos que antes eran complejos con la sustitución de un gran número de trabajadores simples por uno que realice un trabajo más especializado. Por ejemplo, la implementación de maquinaria y robots en líneas de producción sustituye el trabajo de muchos obreros por el de unos pocos ingenieros y, a la vez, se puede formar a un número cada vez mayor de ingenieros y lanzarlos al mercado laboral, simplificando y democratizando su trabajo.

Volviendo a la distinción entre trabajo manual e intelectual: Es absolutamente indiferente que el trabajo intelectual esté organizado junto al trabajo físico en una empresa –oficina, laboratorio químico, despacho de contabilidad –o que esté separado en una empresa independiente –un laboratorio químico experimental independiente que tenga la tarea de mejorar la producción mediante la investigación–, ambos pueden o no generar valor dependiendo de en qué fase de la producción se encuentren.4

Como se trata de una separación fruto de la división del trabajo, resulta difícil trazar una barrera entre trabajo manual e intelectual, sobre todo cuando el trabajo comúnmente entendido como intelectual se vuelve igual de rutinario y enajenante que un trabajo en una cadena de producción. La academia universitaria burguesa replica, como no podría ser de otra forma, la tendencia capitalista a la superproducción. Cada año se producen más de 2 millones de artículos académicos.5 De estos, solo un 20% serán leídos y, además, por una irrisoria media de 10 lectores. No obstante, la permanente publicación de artículos especializados en cuestiones irrelevantes crea una apariencia de conocimiento y es un requerimiento para obtener ciertos trabajos o mantenerlos. Cada vez más, la ciencia burguesa, en vez de aportar conocimiento al género humano, simplemente se dedica a arrojar un número ingente de publicaciones virtualmente ignoradas que solo sirven para engrosar el currículo de ciertos intelectuales que mantienen su sillón a costa de firmar con su nombre el trabajo de investigación que realizan otros.

Si la distinción entre trabajo manual e intelectual se nos revela como extremadamente limitada, la siguiente que pretendemos tratar, la existente entre trabajo productivo y reproductivo, es directamente antidialéctica. El trabajo que vulgarmente se denomina como «trabajo reproductivo» suele incluir una amplia variedad de actividades que no son productivas en términos capitalistas y que además se realizan sin una mediación salarial directa. Los ejemplos más evidentes serían las «tareas del hogar» cuando no son ejercidas por empleados a sueldo: cocina y limpieza, el cuidado de hijos o familiares, buena parte de la educación y socialización dentro y fuera de la familia, etc. Estas actividades han sido históricamente ejercidas por las mujeres en el seno del hogar familiar como consecuencia de la división sexual del trabajo. Aún tras la inmensa proletarización de la mayoría de mujeres en los centros imperialistas, el bagaje histórico todavía no resuelto ha dado lugar a una serie de formas sociales a superar respecto a este tipo de trabajos. Ocurre que estas tareas son necesarias dentro y fuera del modo de producción capitalista, tanto como aquellas que sí tienen un salario directo. Y la separación reduccionista entre trabajo productivo e improductivo es, en realidad, completamente burda. En todo caso, y ahora veremos por qué, la distinción que podríamos hacer es entre trabajo pagado a través de un salario directo o uno de indirecto.

Todo trabajo, tanto el productivo como el improductivo – que incluye al erróneamente identificado como «reproductivo»– es (re)productor de la fuerza de trabajo. Si alguien cocina para su familia o amigos está claramente contribuyendo a la reproducción de la fuerza de trabajo de estos. Sin embargo, la misma familia o grupo de amistades también lo puede hacer si va a comer a un restaurante. La distinción aquí debe ser entre el trabajo productivo o improductivo en términos capitalistas, pero no en si es reproductivo o no, puesto que en ambos casos se está reproduciendo la vida de los individuos que consumen los alimentos necesarios para seguir viviendo y poder restaurar su fuerza de trabajo. Si intentamos trazar la línea entre el trabajo reproductivo y el productivo situándola en cuál de los dos sirve únicamente para reproducir necesidades verdaderamente «básicas» –entendiendo que ir a comer a un restaurante podría considerarse un «capricho» y comer en casa una «necesidad»– recorreríamos un camino absurdo, deteniéndonos en concreciones sobre qué es una necesidad básica o no. Perdiéndonos en la inmensidad de mercancías que son consumidas por toda la sociedad. Tomarse una cerveza con los amigos sirve para restaurar el valor de la fuerza de trabajo de la misma forma que puede serlo tomar una cerveza en casa. Si consideramos el alcohol como algo «innecesario» también podríamos trazar la línea en la comida que no es «estrictamente necesaria» para el organismo, cuestión que, de nuevo, responde a cuestiones muy subjetivas.

Por lo tanto, esta distinción queda descartada. Bajo el capitalismo, todo aquello que no concierne a la esfera estrictamente productiva y/o a la relación laboral-salarial directa es también susceptible de ser subsumido al movimiento del capital. Para que la clase proletaria siga existiendo y pueda seguir siendo explotada debe reproducirse en el tiempo, tanto en lo que refiere a cuestiones puramente «biológicas» –nacer, comer, crecer, descansar, entretenerse, etc.– como a la formación de mano de obra –educación, adoctrinamiento, socialización, arte, entretenimiento, etc.–, hasta la producción de su existencia para la posteridad, eso es, la creación de futuros proletarios. Todos los trabajos, productivos o no, contribuyen a esa reproducción social.

Los voceros de la TRS, intentando solucionar la manifiesta distinción de género en la división del trabajo, caen justamente en la apariencia que reproduce esta misma situación tomando el «trabajo en el hogar» como una categoría especial de trabajo impago debido a sus «fines reproductivos». Por el contrario, los comunistas sabemos que la fuerza de trabajo destinada a los trabajos domésticos se encarga de traspasar el valor de las mercancías necesarias para la vida a cada trabajador que vive en la misma unidad de convivencia –incluido a sí mismo– para restaurar y reproducir la fuerza de trabajo conjunta. Trabajo igual de necesario que la producción de las mercancías que se consumirán. Es tan necesaria la producción de los ingredientes como la elaboración del plato a partir de ellos. Tanto si esta actividad es realizada exclusivamente por «la madre de familia» como si se hace de forma productiva en un restaurante. La diferencia reside en que el consumo de la fuerza de trabajo dentro de los confines del hogar no se hace de forma productiva, es decir, no sirve para valorizar un capital. Tampoco toma forma de mercancía pues su objetivo no es el intercambio. Por el contrario, se realiza para restaurar la fuerza de trabajo –ahora sí, vendida como mercancía– para que esta sí pueda ser consumida con fines productivos a cambio de un salario.

Ese trabajo doméstico no es productivo en un sentido capitalista, pues no genera valor. Pero siendo este el caso, el salario que recibe el propietario de la fuerza de trabajo que sí mantiene una relación salarial directa incluye el valor de las mercancías consumidas en la reproducción de sí misma –comida, aseo, vivienda, etc.– así como de los trabajadores en su unidad de convivencia que no tengan esa relación salarial directa. El miembro o miembros que trabajen como asalariados cobrarán –teóricamente– un sueldo necesario para adquirir todas las mercancías que deben consumir el trabajador y su familia –o unidad de convivencia–. Si no es el caso, habrá que obtener una entrada de salario directo de otro miembro, como ha sido el caso con la progresiva integración de la mujer en el mundo laboral. Tras dicha integración, resulta cada vez más común –al menos en el centro imperialista, y con las desigualdades todavía existentes en nuestra formación social– que ambos miembros de la familia trabajen a cambio de un salario directo y luego se repartan las tareas del hogar de forma más o menos equitativa. Por supuesto, en el caso de que se dé un reparto desigual entre trabajo asalariado y trabajo no asalariado en el hogar, el responsable del segundo tendrá una mayor dependencia económica respecto a quien perciba el salario directo debido a que la posibilidad de su reproducción quedará subordinada a la convivencia con este último. A causa del desarrollo histórico de la división sexual del trabajo es la mujer quien, por ahora, suele tener una mayor dedicación a ese trabajo y, por lo tanto, quien sufre esta forma de opresión específica.

En el trabajo no productivo y sin un salario directo también se aplica una transformación a un producto como en cualquier otro trabajo – por ejemplo, en la confección de un plato precocinado -. Pero esta relación social ocurre de forma directa, sin el mercado como mediador ni contribuyendo a la valorización de un capital. A no ser, claro, que la tarea de cocinar o limpiar sea trasladada al sector productivo. Este es el caso de muchos trabajos de hostelería, limpieza, restauración, comida a domicilio, etc. Para ejemplificarlo claramente: cuando un cocinero produce platos de comida para un restaurante se trata de un trabajo productivo. Sin embargo, cuando este mismo cocinero prepara comida para su familia o amigos se trata de trabajo improductivo sin un salario directo. De la misma forma, si este mismo cocinero estuviera empleado como prestador de un servicio privado para cocinar en casa de un burgués, se trataría de nuevo de un trabajo improductivo asalariado, pues tampoco se estaría generando plusvalor.

El capitalismo tiende a subsumir muchas de las tareas de carácter doméstico e integrarlas en el circuito productivo. El gran despliegue de empresas de comida a domicilio o la proliferación de empresas de limpieza de hogares son un ejemplo de ello. Teóricamente, todas las funciones de reproducción de la vida pueden comercializarse y convertirse en mercancía, incluso la creación de nueva vida, como sucede con la gestación subrogada.

El siguiente esquema puede servir para resumir la generalización de los diferentes tipos de trabajo:

Trabajo indirectamente socialTrabajo directamente social
Trabajo productivoTrabajo asalariado que genera plusvalía.
 
Por ejemplo: El cocinero que trabaja en un restaurante.
No puede existir ya que la generación de plusvalía es indisociable del trabajo bajo formas capitalistas y, por lo tanto, medido de forma indirectamente social
Trabajo improductivoTrabajo asalariado que no genera plusvalía.
 
Por ejemplo: El cocinero empleado en un servicio privado, pero también el cajero del supermercado o un empleo de comercial.
Trabajo no asalariado y sin un salario directo o con un salario indirecto, es decir, la fuerza de trabajo no se vende como mercancía con el mercado como mediador.
 
Por ejemplo: Cocinar para la familia o la unidad de convivencia, o incluso para uno mismo.

Este repaso general deja clara una cosa: por sí solas las determinaciones sobre el trabajo que hemos analizado no delimitan unívocamente al proletariado como clase «en sí». En una instancia de mayor concreción se puede separar la clase proletaria en general de elementos de la población pertenecientes a la aristocracia obrera u otros sectores y clases antagónicas al proletariado. Estas concreciones involucran muchas veces qué tipo de trabajo concreto realiza cada agente social subalterno a la burguesía. Pero esto responde a una serie de factores cuyo análisis no incumbe a este documento, cuyo objetivo es la definición de la clase obrera.

EL PROLETARIADO

En esto, Servio tuvo cuidado incluso para elegir los términos y los nombres, pues llamando «asiduos» a los ricos, de «dar el as», llamó «proletarios» a los que no tenían más de mil quinientas monedas de bronce o no tenían nada más que llevar al censo que su propio número, como para decir que de éstos se esperaba una prole, es decir, la progenie de los ciudadanos.

Cicerón, Sobre la República

El término proletario proviene de la palabra latina «proles» –descendencia–. Los proletarii –los que como única propiedad poseen su descendencia– constituían el estrato social más bajo en la antigua Roma. El proletarius debía reunir dos condiciones para serlo: la primera y más importante, debía ser capite censi –literalmente «nada que censar»–, es decir que no debía poseer ninguna propiedad de tierra y, segundo, no debía poseer más de unas pocas monedas de cobre –las que tenían menor valor–. Entonces, lo único que el proletario podía ofrecer a la sociedad era su prole que, a razón de la concepción patriarcal de la familia en la sociedad romana, era propiedad del caput o pater familias. Dicho de otro modo, el proletario tenía una única propiedad: su descendencia.

Resulta útil conocer el origen de esta palabra para entender por qué se empezó a emplear el término para definir a la clase obrera. Una de las definiciones más concisas de proletariado que usaron Marx y Engels la podemos encontrar en «El manifiesto comunista»:

Con el desenvolvimiento de la burguesía, es decir, del capital, se desarrolla el proletariado, la clase de los obreros modernos, que no viven sino a condición de encontrar trabajo y que no lo encuentran si su trabajo no acrecienta el capital.6

La elección del término apunta a que el proletario solo posee su fuerza de trabajo, ni siquiera tiene ya la patria potestad sobre su descendencia o, al menos, tiende a perderla con el avance del capitalismo. En primera instancia debemos definir al proletariado como la clase que, en oposición a la burguesía, muestra una desposesión respecto a los medios de producción y los medios necesarios para la reproducción de su vida. Por lo tanto, el proletariado tiene la constante necesidad de vender su fuerza de trabajo a quienes sí poseen los medios de producción y las mercancías listas para el consumo, los burgueses.

En primer lugar, es preceptivo no caer en concepciones erróneas propias de la economía burguesa y definir la clase obrera por la cantidad de mercancías que puede o no comprar gracias a su salario. Su capacidad de consumo puede variar en función de diferentes cuestiones concretas: coyuntura política, estado de crisis del capitalismo, localización, tipo de trabajo, etc. Ya hemos dejado claro que la clase proletaria no se define por si el trabajo es «más intelectual o más manual», por si percibe un salario directo o no o por si se halla más o menos especializada –o al menos no de forma exclusiva–. Las clases no se miden por una vulgar escala de salarios. De hecho, la riqueza material de cada una existe como resultado de su condición de clase. Es por eso que el auge económico del Estado del Bienestar de la segunda mitad del siglo XX no eliminó la condición de clase de los proletarios en los centros imperialistas. Que la clase obrera de un país tenga un mayor salario que el de otros países no significa que haya abandonado su condición proletaria, aunque esa distinción entre salarios sea fundamental para el modo de producción imperialista y para el enfrentamiento internacional al que es sometida la clase obrera. De la misma forma, que esta situación de falsa bonanza para algunos proletarios –incidiendo en el «algunos»– esté desmoronándose no significa, como varios sectores del Movimiento Comunista insisten en defender, que ahora vuelvan a proletarizarse. Decir esto sería precisamente caer en la trampa burguesa sobre la denominada «clase media». El proletariado nunca desapareció a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, solo su conciencia de clase independiente.

Cuando para hablar de proletariado hablamos de desposesión frente a los medios de producción, no lo hacemos en función de que el salario real se reduzca en ciertas condiciones o de que la clase obrera pueda perder capacidad de consumo, ni siquiera de que el Estado del Bienestar en los centros imperialistas esté en retroceso. Por el contrario, el proceso de proletarización se halla plenamente consumado en los centros imperialistas, como es el caso de España. En nuestro territorio, el proceso de asentamiento de la clase obrera como clase «en sí» se completó enteramente a lo largo de los siglos XIX y XX. Hoy en día, cuando se da un proceso de proletarización, este consiste, precisamente, en la «caída» en las filas proletarias de clases que antes no lo eran. Por ejemplo, burgueses que pierden su capital. Dentro del movimiento comunista español el proceso de proletarización se confunde no pocas veces con la depauperación o el empobrecimiento. La reducción del valor de la fuerza de trabajo o el aumento de la tasa de explotación no refuerzan la condición de proletario, pues ésta existe únicamente como desposesión. De otra forma podríamos terminar diciendo que, a más pobre, más proletario. Incurriendo en una definición de clase sociologista, cuantitativa y, por ende, poco científica. Lo que se mantiene como definitorio de la clase proletaria, a pesar de los altibajos de sus condiciones, es precisamente lo que no posee. Como hemos dicho, la condición de proletario existe como relación de desposesión frente a los medios de producción y a los medios de subsistencia, a los cuales solo se puede acceder mediante la venta de la fuerza de trabajo propia.

El concepto de clase media sirve para enmascarar diferentes clases dentro de un solo sector social que incluiría proletarios, pequeñoburgueses y aristocracia obrera. Según la ciencia burguesa, la clase media, presente eminentemente en los centros imperialistas, compondría la mayoría social de un país y no poseería grandes cantidades de riqueza. Una forma de definir una clase que ya hemos descartado previamente. Se trata de una definición que usa «lugares comunes» y generalizaciones. Es más, intentar definir el posicionamiento político de la mayoría de la población del centro imperialista como un posicionamiento de «clase media» es una forma inmovilista de exculpar al proletariado de sus propias contradicciones, manteniéndolo en la incapacidad de superar las vertientes reaccionarias de su movimiento espontáneo en los centros imperialistas, cuya superación pasa únicamente por el internacionalismo proletario y la solidaridad con sus camaradas de la periferia. Por lo tanto, esta «clase media» es un desviacionismo que contribuye a la confusión ideológica y al liquidacionismo político. Es por esta razón que la descartamos como termino analítico comunista para definir una clase social. En realidad, no es más que una manifestación de la forma en la que la burguesía encuadró al proletariado en su proyecto burgués a través sus correas de transmisión, de su política e ideología, una forma de falsa consciencia pacificadora que debe ser superada por la Crítica de la Economía Política.

Gracias a la victoria del polo otanista encabezado por los EEUU en el podio imperialista, con el consiguiente expolio de la periferia subyugada y con el objetivo de conjurar la amenaza comunista, el capitalismo occidental pudo y tuvo que ofrecer, durante la segunda mitad del siglo XX, mejoras en las condiciones de vida de ciertos sectores del proletariado patrio, en aras de fragmentar su consciencia y escindirla del internacionalismo proletario. Sin ninguna duda, la apuesta resultó. No obstante, esto no eliminó su condición de proletarios y desde luego no los elevó a otra clase que ahora estaría desapareciendo de nuevo con la supresión de esas efímeras prebendas. Es por ello que defendemos que el empleo del término «proletarización» como sinónimo de empobrecimiento o depauperación puede ser entonces un rebajamiento al engaño burgués de «la clase media», o  una revelación por accidente de la posición de clase de quién emplea el término; la aristocracia obrera o la pequeña burguesía en vías de liquidación por el capital que ahora se aferra a lo que puede para conservar sus antiguas prebendas ante la perspectiva, ahora sí, de una proletarización en toda regla.

El uso del término «proletarización de las clases medias» junto a una «proletarización» en general de la clase obrera sirve para confundir procesos distintos: por una parte, la liquidación y/o reconfiguración de la aristocracia obrera y sus diferentes sectores, por el otro, la –ahora sí– proletarización de la pequeña burguesía arruinada por el gran capital y finalmente la reducción del valor de la fuerza de trabajo del proletariado en aras de aumentar la tasa de explotación para compensar la caída tendencial de la tasa de  ganancia. El problema de partida reside en tomar como «eterno» el hecho de que ciertos sectores del proletariado–que no todos, ni mucho menos– de determinados países hayan gozado de algunas mejoras en sus condiciones materiales –sobre todo en comparación con las condiciones de otros países–. Resulta problemático porque, entonces, la vuelta a lo que históricamente ha sido la realidad de la mayor parte del proletariado es considerada una excepción y un advenimiento fatalista. Semejante lectura es propia, precisamente, de aquellos sectores privilegiados que en su ascenso hicieron de correa de transmisión de la ideología burguesa y que ahora, al ver peligrar su situación, se apenan por un pasado que nunca existió para la mayoría de la clase obrera mundial, incluso en muchas ocasiones, para una gran cantidad de proletarios del centro imperialista.

Otra de las mayores confusiones a la hora de delimitar el proletariado como clase surge de una visión mecanicista y obrerista de este. La concepción de que dicha definición de clase es únicamente aplicable al proletariado estrictamente industrial y lo demás son otros tipos de «clases trabajadoras». La industria en términos comunistas no refiere a la imagen preconcebida de una planta de fabricación donde se hacen tornillos o piezas de metal, si no a cualquier producción subsumida por el capital. Por lo tanto, la producción de servicios también puede ser productiva. La figura del «obrero de mono azul» es únicamente un identitarismo que se respalda en un sector concreto de todo el proletariado.

Una vez repasadas estas cuestiones de carácter más empírico podemos definir, ahora sí, una posición definitiva de la que partir: la clase obrera es aquella clase que no posee más que su fuerza de trabajo y que debe venderla a cambio de un salario, sea en un sector del capital que genera plusvalía o en uno que la distribuye entre diferentes burgueses, lo haga a través de un salario directo o indirecto. Diremos más: intentar medir con lupa si cada trabajador participa de la producción o la distribución de plusvalor significa terminar en un laberinto de determinaciones concretas que oscurecen el verdadero objetivo de delimitar el proletariado como clase.

Pongamos un ejemplo: un trabajador de una entidad financiera o de una sede de la bolsa es claramente un trabajador improductivo. Su trabajo es asalariado pero su actividad se remite a actividades de gestión del capital ya valorizado o potencialmente valorizable. Por otro lado, los obreros que han construido el edificio donde se realizan estas actividades financieras pertenecen al sector de la construcción –sector que en un primer vistazo aparecería muy lejano a la categoría de trabajo improductivo–. Pero estos segundos tampoco estarían produciendo plusvalía ya que en realidad sirven el propósito de que dicha entidad pueda tener una sede física. Entonces, todos los trabajadores involucrados en este proceso estarían siendo partícipes de trabajo no productivo para la sociedad en su conjunto. Esto se debe a que este trabajo estaría siendo pagado con dinero producto de la circulación, cuyo origen es el capital financiero y el propósito de este trabajo estaría también destinado a la circulación y al intercambio de capital. En ningún momento se estaría generando nueva plusvalía. No obstante, nadie se atrevería a negar la condición de proletarios de los obreros mencionados debido a esta cuestión.

De la misma forma, el hecho de que un trabajador esté empleado en el sector público no elimina su condición de proletario. Cuando existe producción que, en vez de pertenecer a un capital privado, pertenece al Estado –de forma parcial o total–, esto no elimina el hecho de que esté regida por las mismas formas capitalistas. Si bien buena parte del trabajo público no es productivo –cosa que ya hemos visto que es indiferente para la definición de clase–, pues es pagado a través de la parte de la plusvalía desviada hacia el Estado, una empresa pública puede ser perfectamente productiva si genera una plusvalía. Esta resultará en ganancia que volverá de nuevo a las arcas del Estado como si se tratara de cualquier otro capital valorizado. Los proyectos que realiza Adif en Arabia Saudí forman parte del capital productivo y los pingües beneficios repercuten directamente en su propietario, el Estado. Es más, la maquinaria estatal sirve como garante de muchos procesos de monopolización y proyectos capitalistas que requieren de una inmensa cantidad de inversión7

Todo depende del momento del capital donde se circunscribe cada actividad, es decir, en qué fase del capital se encuentra. Una misma actividad concreta puede ser productiva o no. Ninguno de estos trabajos es innecesario bajo el capitalismo, pues es pagado con dinero. Cuáles de ellos son ejercidos por proletarios o no, no depende de la productividad de su trabajo. Las condiciones materiales de los trabajadores productivos e improductivos, «manuales» o «intelectuales», son, en términos generales y en un alto nivel de abstracción, las mismas. Todos ellos únicamente pueden acceder a la riqueza social mediante su trabajo asalariado.

En nuestra definición, entonces, contamos también como proletariado a todos aquellos que rinden trabajo que no percibe un salario directo, trabajo del hogar en su mayoría de casos. También trabajadores que no rinden trabajo y forman parte del ejército industrial de reserva, así como trabajadores que subsisten a través de prestaciones estatales por haber trabajado previamente –jubilados, por ejemplo– o que debido a factores físicos o intelectuales no son contratados por la industria capitalista. La condición de proletarios sigue siendo la misma para todos: requieren del hecho de vender su fuerza de trabajo para poder reproducir su vida. En ningún momento la distinción entre proletarios productivos o improductivos significa un menoscabo de la condición de proletario. Es por ello que rechazamos la reducción del proletariado a los trabajadores del sector industrial –en la definición vulgar de este término–. En determinadas etapas históricas, la diferenciación entre ese «proletariado industrial» y «otras clases trabajadoras» podía tener cierto sentido. Sobre todo, durante los albores del siglo XX, donde la actividad fabril se acumulaba en zonas muy limitadas y los otros trabajos no productivos eran realizados por clases de intelectuales no proletarias: contabilidad, gestión, derecho, etc. Debido a la división social del trabajo y a la socialización de la producción, los trabajos improductivos son ahora ejercidos también por el proletariado, tanto en la periferia como en los centros imperialistas. En ese sentido, quitando todas sus concreciones y cambios coyunturales, el proletariado como clase mantiene su forma esencial des de su surgimiento como clase «en sí».

El proletariado es proletariado se dedique o no a generar plusvalía para el burgués, pues su condena es la misma: la desposesión frente a los medios de producción y la consiguiente necesidad de vender su fuerza de trabajo para acceder a los medios de subsistencia. De ambas desviaciones, la obrerista y la pequeñoburguesa, se derivan lógicamente todas las corrientes de pensamiento que diagnostican la inexistencia del proletariado en el centro imperialista. Su mayor argumento es que este – supuestamente- no participa de la industria extractiva o no se reúne en grandes fábricas y plantas industriales.

Estas desviaciones no son fruto únicamente de los elementos pequeñoburgueses o aristobreros dentro de nuestras filas, responden también al fenómeno de la terciarización. Este fenómeno es el traspaso progresivo de la mayor parte de la industria situada dentro del territorio nacional al sector «terciario», producto de la división internacional del trabajo. No obstante, tal y como demuestra el recorrido lógico trazado en el documento, el hecho de que en países como España gran parte de la población esté empleada en el sector servicios no elimina la condición de proletario de la mayoría de esta fracción de la clase obrera. Contra el mantra esgrimido por el protofascismo patrio – y por algunos que se cuentan entre las filas comunistas- terciarización y deslocalización no son fruto de la corrupción o de un desinterés de las clases dominantes por la industria pesada. El traslado de los sectores «primario» y «secundario» a la periferia imperialista se debe a la compulsión de la valorización, que obliga a la burguesía nacional a invertir en regiones con una composición orgánica inferior que la de la metrópoli para contrarrestar la caída de la tasa de ganancia. El traslado de la producción a la periferia imperialista supone una reducción de la productividad –ya que la tecnificación y especialización del trabajo son inferiores que en el centro imperialista– pero que es compensada con una tasa de explotación más alta.

Esta situación, en el caso de España, resultó en la concentración de la producción nacional ubicada en la metrópoli en la industria ligera o en labores extremadamente tecnificadas, mientras que la producción extractiva, la confección de medios de producción o la de mercancías intermedias se desplazaba a la periferia imperialista. Este reparto del trabajo a escala internacional se trata simplemente del capital siendo destinado a las esferas de la producción donde es más rentable. Las enormes ganancias fueron las que permitieron su redirección al mal denominado «sector servicios» dentro de la metrópoli. Ante la crisis de la ganancia, la burguesía pronto empieza a liquidar trabajos del sector terciario, muchas veces dependientes de las ganancias extraídas en la periferia imperializada, a la vez que reconfigura la red internacional del trabajo.

La España actual se presenta ante su población como un país de pequeñas empresas. Se trata, sin lugar a dudas, de una de las creencias más arraigadas, una que traviesa de punta a punta el espectro político burgués – e incluso aquel que pretende no serlo-. «España es un país de PYMEs», dicen. Lo que realmente ocurre es que el proceso de monopolización queda oculto, enterrado si se quiere, bajo la multitud de pequeñoburgueses del «sector servicios». Sin embargo, se trata de una mera apariencia. En realidad, esta cantidad de elementos está subordinada a los entramados monopolistas de mayor envergadura, sean nacionales o internacionales. En términos cuantitativos, el tejido productivo de España está compuesto –en número de entidades– mayoritariamente por PYME –acrónimo de «pequeñas y medianas empresas–, término burgués que designa a la pequeña y mediana burguesía.

Para defender nuestra afirmación, veamos lo que dice el documento «Cifras PYME. Datos de abril de 2023» publicado por el Gobierno de España en mayo del 2023. En las PYME –sin contar aquellas que no emplean asalariados– venden su fuerza de trabajo 9.530.268 asalariados, mientras que en las grandes empresas lo hacen 6.338.707. Una diferencia de poco más de 3 millones entre uno y otro. De las 2.936.485 empresas existentes en España en este periodo, 1.599.954 eran PYME sin asalariados o, lo que es lo mismo, un 54,49% del total. Poco más de la mitad. Restémosle a esta cifra los más de 300.000 falsos autónomos que hay en España, cifra dada por la Unión de Profesionales y Trabajadores Autónomos –UPTA–. Podremos afirmar, pues, que hay 1.299.954 PYME sin asalariados en España, un 44,26% del total. En lo que a PYME con asalariados se refiere, se alcanzaron las 1.331.015 empresas, un 45,33% del total. Finalmente, las grandes empresas –con 250 trabajadores o más– son 5.516, un 0,19% del total. La siguiente tabla muestra cómo se distribuyen las PYME en base a la subdivisión de las mismas. Recordemos que las microempresas son aquellas con 9 o menos trabajadores, las pequeñas las que tienen entre 10 y 49, las medianas las que tienen entre 50 y 249 y las grandes las que poseen 250 o más.

EmpresasAsalariados
Número%Número%
TOTAL2.936.485100%17.468.929100%
Sin asalariados1.599.95454,49%1.599.9549,16%
PYME1.331.01544,26%9.530.26854,45%
Microempresas1.134.51938,63%3.457.69519,79%
Pequeñas168.8605,75%3.329.80119,06%
Medianas27.6360,94%2.274.72215,7%
Grandes5.5160,19%6.338.70736,28%

Las grandes empresas, que representan el 0,19% del total, emplean al 36,28% de los asalariados. Las «medianas empresas», de entre 50 y 249 trabajadores –recordemos que siguen entrando en la categoría de «PYME»–, al 15,70% de la masa de asalariados, siendo el 0,94% del total de empresas. En total, un 1,13% de las empresas españolas explota al 51,98% de los asalariados. Evidentemente, la cifra de asalariados no es igual a la de proletarios. Una parte de los asalariados formarán parte de la aristocracia obrera o, en ocasiones, directamente de la burguesía. La diferenciación entre proletariado y aristocracia obrera queda pendiente de realizar para más adelante, pero desde luego que esta, como ya hemos insistido, no puede hacerse mediante baremos estrictamente cuantitativos como el sueldo nominal o diferenciando según si su actividad está destinada a un sector u otro de la producción. Dicho esto, aunque se diera el caso remoto de que únicamente la mitad de los asalariados fueran proletarios, estaríamos hablando de 8 o 9 millones. Eso sin contar los otros muchos millones de parados o de proletarios no pertenecientes a grandes o medianas empresas. Sin embargo, el número de proletarios entre estas cifras es mucho mayor que la mitad y el hecho de que su actividad esté destinada en mayor medida al sector terciario no elimina la situación de proletario de la mayor parte de la población española. Ni tampoco diluye, por ende, las condiciones propicias para la organización comunista entre la clase obrera.

Los trabajadores de la logística reúnen las más de las veces las mismas condiciones que el «proletariado industrial clásico». Muchos de ellos malviven en condiciones deplorables, con salarios bajos y trabajan hacinados en grandes centros logísticos. El más grande de España, usado por Amazon en el Prat de Llobregat –ubicado al sur de Barcelona– reunía en 2022 hasta 3.000 trabajadores que preparaban entre 25.000 y 60.000 pedidos por hora. En toda España, Amazon posee unos 20 centros logísticos en los que trabajan 14.000 personas, sin contar otros trabajos en la misma empresa que no están dedicados a la logística o al transporte. El Grupo Correos, por su parte, emplea casi 50.000 trabajadores. Acotral, una empresa española dedicada al transporte de mercancías por carretera, tiene unos 3.600 empleados. SEUR, aproximadamente 10.000; UPS España, 1.400; FedEx 580; y Primafrio, 3.754. Tan solo estas siete empresas reúnen más de 80.000 trabajadores.

En lo que respecta a la hostelería y el pequeño comercio, no es osado afirmar que, a pesar de la alta rotación de trabajadores, ambas ramas se erigen como piezas de gran importancia para la economía española. Estos sectores son asociados a la pequeña propiedad y a la «desproletarización» de España. Aunque ambas ramas de la producción muestren diferencias sensibles, hemos decidido agrupar los dos sectores en un mismo punto porque presentan de forma especialmente clara un fenómeno muy común en las economías imperialistas: la subsunción de la pequeña burguesía al entramado monopolista. Cuando la pequeña burguesía no es desplazada del mercado por la gran burguesía es convertida en proveedora o distribuidora de una gran empresa. Según el «Informe del mercado estatal» del SEPE, en su versión de octubre de 2023 –que contiene datos absolutos de afiliados a la Seguridad Social arreglados en base a la actividad económica–, comprobamos lo siguiente:

Por cuenta ajenaPor cuenta propia
Total%Var.Total%Var.
Comercio al por menor1.429.5558,51,82490.08414,68-2,45
Servicios de comidas1.015.0146,037,64294.7038,83-0,82
Servicios de alojamiento258.4861,5414,9921.5300,653,27

El mantra de la «terciarización de la economía» encierra, en su concepción vulgar, una idea del todo equivocada. En la «economía terciarizada», la condición de la clase trabajadora, al igual que en otros sectores, lejos de diluirse, no hace más que agudizarse, generando así las condiciones para su liberación. El análisis de todos los sectores que hemos repasado ofrece una visión muy diferente a la de los que diagnostican la disolución del proletariado. En ese sentido, la definición de la desaparición del proletariado en España queda rápidamente descartada. Rechazamos, por lo tanto, la concepción que diagnostica su aislamiento en pequeñas células productivas en las que la formación de su consciencia de clase ya no existe, o al menos se desarrolla de forma lo suficientemente distinta como para desplazar el foco de atención de los comunistas al ámbito del «consumo», léase del barrio, del vecindario, etc., de forma total o parcial. Si bien la agitación comunista históricamente se centra en todos los frentes –y así debe ser–, la perdida de interés o más bien de capacidad de incidir en los centros de trabajo no se debe a una condición objetiva del capitalismo, sino al estado subjetivo del movimiento comunista, completamente desligado de las masas y liderado por elementos pequeñoburgueses y aristobreros en decadencia. Por otra parte, el aumento del paro tras la deslocalización y la propensión de muchos empleos a formar parte de la mano de obra rasa provocan una nueva tendencia que en la metrópolis contrarresta la misma por la que se optó por la deslocalización: reaparecen una mano de obra barata y una composición orgánica menor que antes. Esto convierte de nuevo en atractiva la inversión en el país y el retorno del capital hacia sus fronteras.

España, como muchos otros países otanistas, se repliega, solo que ella lo hace de forma más «silenciosa». A España, al fin y al cabo, no la han expulsado de Níger tras un golpe de Estado. Semejante retirada se puede contrastar cuando descubrimos que el flujo de capital español ahora se dirige casi exclusivamente a las inversiones de bajo riesgo –en las potencias económicas de la UE y Estados Unidos– y al mercado que España ha controlado tradicionalmente por su vinculación histórica, Latinoamérica. Esta contracción en el flujo de las inversiones hacia el exterior tiene un carácter doble. Por un lado, explicita la pérdida de ganancia de la burguesía que empieza a retener capital con tal de asegurarlo, en parte por la bancarrota general de los países miembros de la Unión Europea, en parte por la competencia ascendente de otros entramados monopólicos que la ciencia formal burguesa denomina «potencias emergentes». Por el otro, esto parece preconizar la siguiente gran crisis del capital, que bien podría adquirir la forma de Guerra Mundial interimperialista.

Si analizamos las mayores inversiones extranjeras en España a partir de los datos del informe estatal «Flujos de inversión directa en el periodo enero-junio 2023», plasmados en millones de euros y en porcentajes, obtenemos la siguiente tabla:

PAÍSMedia del primer semestre 2019-2023
Inversión bruta% del totalVariación media en %
Estados Unidos3.5403073,2
Reino Unido1.87615,9-67,8
Suiza9858,3-21
Francia9398-6,9
Alemania4844,1-11,2
México4383,71,6
Australia4193,578,1
Países Bajos3643,1-52,7
Japón2932,516,4

De entrada, deberían llamar la atención el descenso en la inversión por parte de países de la Unión Europea. El capital francés reduce sus inversiones en un 6,9%, el alemán lo hace en un 11,2%, y el holandés en un 52,7%. Las inversiones de la burguesía británica también decrecen significativamente: caen en un 67,8%. No obstante, las inversiones estadounidenses y de los países que se ubican bajo su órbita directa aumentan sustancialmente. Las australianas crecen en un 78,1%, las japonesas en un 16,4% y las del capital yanki en un 73,2%. Esto arroja el siguiente dato: el primer semestre de 2023, Estados Unidos invirtió 6.131 millones de dólares en España, mientras que Francia, segunda en la lista, invirtió «solamente» 875 millones, unos 70 millones menos que en 2019. Australia supera al Reino Unido y Alemania en este periodo, con 746 millones frente a los 605 y los 430 millones respectivamente, y la burguesía japonesa dobla a la holandesa en sus inversiones: 341 millones frente a los 172 millones holandeses.

Si desglosamos las inversiones por sector económico, las cifras son las siguientes:

Actividad productivaInversión bruta% del totalVariación media en %
Industria manufacturera2.27019,2-48,5
Información y comunicaciones1.70214,423,4
Actividades financieras y de seguros1.49412,6-89,7
Industrias extractivas8647,3295,6
Suministro de energía eléctrica, gas, vapor y aire acondicionado8146,923,7
Actividades inmobiliarias8126,9-42,3
TOTAL11.81267,3

No menos interesante es el destino y la variación de estos flujos de capital. España sigue siendo un país rico en recursos naturales alojados en el subsuelo. Cerca de Salamanca, en la localidad de Retortillo, existe un yacimiento de uranio. Berkeley Minera España, filial de la australiana minera Berkeley, ya anunció que pretendía explotar dicho yacimiento, generando el choque entre los vecinos y las distintas capas de la administración. El yacimiento de Valdeflores, cerca de Cáceres, contiene una de las mayores reservas de litio de toda Europa. La Comisión Europea, organismo que detenta el poder ejecutivo de la Unión Europea, ha obligado a España a explorar y explotar dicha mina en consonancia con lo establecido por la Critical Raw Material Acts –Ley de Materias Primas Criticas- según la cual todos los estados miembros de la Unión han de exprimir al máximo sus subsuelos en aras de hacer frente a la superioridad mineral china. Es por estas razones, por la urgencia y cada vez mayor necesidad de minerales, y por las crecientes dificultades para obtenerlos de los mercados tradicionales –debido a la subida de precios de transporte, a la negativa de vender de los gobiernos locales, a los bloqueos políticos y comerciales chinos, etc.– que podemos observar un aumento masivo –del 295,6%– en las inversiones mineras en España.

Si ampliamos la perspectiva, el fenómeno del que estamos siendo testigos actualmente es, cuanto menos, interesante. La inestabilidad que azuza todo el globo, el desgaste de la cadena de valores mundial, ubica a España en una posición «privilegiada». Los movimientos financieros, políticos y militares americanos son los propios de una bestia acorralada, que no necesariamente moribunda. Ahora que se disipa la niebla de la paz se descubre de forma más evidente que nunca quien es el verdadero «marionetista» del bloque imperialista del que formamos parte: los Estados Unidos. La vieja bestia acude al rescate de Ucrania para castrar el proyecto imperialista ruso después de más de 30 años en los que, en aras de consolidar su hegemonía, ha vulnerado sistemáticamente el Tratado Dos más Cuatro extendiendo las fronteras otanistas hasta cercar la Federación Rusa y no dejar otra salida que la guerra interimperialista en la que el proletariado perece a millares como mera carne de cañón. Al mismo tiempo, acude al «rescate» de Israel para colaborar en el genocidio en curso en aras de consolidar su base de operaciones principal en el Medio Oriente y poner freno a las aspiraciones del imperialismo iraní en la zona. Y acude también a España –junto a sus aliados otanistas en el Pacífico: Japón y Australia–, ahora que existe la gran amenaza en Taiwán, al ser la Península Ibérica un remanso de paz alejado de cualquier frente de batalla. Aquí se dispone a realizar inversiones seguras, de bajo riesgo financiero y, por qué no decirlo, con bajo riesgo de bombardeo, a través de las cuales seguir bombeando dinero a la máquina de guerra.

Esta es la realidad de la España del siglo XXI. Segundona en la cadena política mundial, agente político relevante y moderado en la Unión Europea, suelo relativamente rico en minerales y, por supuesto, salarios bajos –comparado con sus vecinos de la UE– combinados con una alta tecnificación –pero con una composición orgánica menor que los países más adelantados de Europa–. Las inversiones alemanas, francesas, italianas y estadounidenses aterrizan en España porque es aquí que la superficie, la maquinaria y la mano de obra existen en abundancia, a precio barato y alejadas del conflicto. En ningún momento queremos decir con esto que España sea o pase a ser un país colonizado, ni que tiemble su posición en la jerarquía imperialista. Estos datos apenas deben servir para hacer una lectura sobre el proletariado en España y la reconfiguración interna de los países imperialistas. Como decimos, el sector fabril en España vuelve a resurgir fruto de la baja composición orgánica en el país, lo que supone un atractivo para empresas. Los trenes y las corbetas españolas alimentan la maquinaria petrolera saudí, y los cazas Eurofighter, ensamblados en Getafe, guardan celosamente los cielos de la Europa imperialista.

De los 20.800.895 asalariados en España en diciembre 2023, 2.376.145 estaban empleados en la Industria –un 11,4% del total de asalariados y un 5% de la población total–, y 1.383.352 lo hacían en la construcción –un 6,5% y un 3%, respectivamente–. Por si esto fuera poco, el número de «trabajadores industriales» ha repuntado –según la EPA del INE– desde la recesión del 2008. Además, la categoría «Peones de las industrias manufactureras» aparece como una de las profesiones con más contratación en los «Informes anuales del mercado de trabajo estatal» desde la serie del año 2019, estando en tercera posición en ese mismo año –con 1.990.228 nuevos contratos–, en segunda en el año 2020 –con 1.379.520 contratos– y en el año 2021, con 1.678.678 contratos.

Sin contar aún con el análisis que debemos hacer respecto los diferentes estratos sociales – con especial atención a la aristocracia obrera, quintacolumna de la burguesía entre las filas proletarias – para poder cuantificar verdaderamente el proletariado raso, la España de hoy posee unas condiciones mucho más «prósperas» para la revolución que las que encontraron los bolcheviques. La cantidad relativa de obreros y la concentración de la producción en la Rusia zarista o en la Albania de la primera mitad del siglo XX eran ínfimas comparadas con las de la España del siglo XXI. Todos estos datos nos ayudan a ver que la mayoría de la población de España es proletaria, y nunca dejó de serlo, a pesar de todas las trampas que la burguesía nos ha puesto por el camino. El triunfo de la revolución no es solo cosa de números. Pero las condiciones para la revolución están perfectamente vigentes en un Estado compuesto por millones de proletarios. Tanto aquellas organizaciones que buscan estrategias «renovadoras» de la ortodoxia marxista-leninista como su necesario reverso, aquellas que abanderan una falsa ortodoxia en la enésima intentona de reproducción acrítica del pasado, se encuentran  buscando el cadáver del proletariado allí donde todavía colea con ahínco. Quizás el hedor a muerto emana de la podredumbre que asola su porvenir.

LA REVOLUCIÓN PROLETARIA

La definición original de la palabra revolución es severamente limitada para lo que queremos explicar: cuando un cuerpo da una vuelta completa sobre su propio eje. La revolución social es opuesta a esta definición: no se trata de una vuelta al mismo punto, sino que, al contrario, consiste en una transformación completa del movimiento previo de una sociedad, destruyendo al antiguo régimen y sustituyéndolo por uno nuevo.

Una revolución es un movimiento con un alto nivel de organización que no surge de la mera espontaneidad de los conflictos entre clases que habitualmente se dan en el régimen a derrocar. En este movimiento participan las amplias masas de la sociedad de forma activa, ya sea a favor o en oposición, pues es producto del carácter que irremediablemente enfrenta a la humanidad con ella misma. El final de este movimiento es la transformación radical y hasta las últimas consecuencias del estado actual de las cosas o el fracaso ante la resistencia de aquello que merece parecer. Por lo tanto, dicha transformación, entre otras muchas cosas, requiere del uso de la violencia por parte de la clase encargada de transformar el mundo de raíz.

Tanto las revoluciones burguesas como las comunistas, como sistemas totalizadores y universalistas, no pueden conformarse con establecer un foco aislado del resto de la sociedad, por el contrario, deben transformarla de forma completa, integral y radical. La revolución proletaria solo puede salir victoriosa tras un largo y arduo proceso de transformación de las relaciones de producción y con ellas de la humanidad en su conjunto. Todo ello tras múltiples altibajos, victorias y derrotas, avances y retrocesos. La diferencia entre ambos tipos de revolución es que el proletariado no debe simplemente invertir su posición a clase dominante –paso necesario, pero únicamente como momento de transición– si no que a su vez debe suprimirse como clase. Por ello, se trata de un movimiento que debe contar con las amplias masas proletarias a su favor y mantenerse incorruptible ante la constante fuerza que ejerce la vieja sociedad para mantener las relaciones de producción capitalistas, las cuales tienden a autorreproducirse.

El imperialismo ofrece unas condiciones específicas para ello, pues es el estadio donde la burguesía se ha acomodado como clase dominante y se ha convertido en experta en reprimir los movimientos revolucionarios a través de la violencia, de la transmisión de su ideología y del autodinamismo del modo de producción. A su vez, la sociedad civil es extremadamente susceptible de mantener las relaciones de producción burguesas, aunque estas vayan en detrimento de muchos elementos que se empeñan en defenderlas. El imperialismo a su vez ofrece las condiciones necesarias para la transformación completa del modo de producción capitalista cuando este se ha establecido a escala global, asegurando una red irremediablemente vinculada de relaciones capitalistas entre todos los países. El capitalismo es internacional y por lo tanto la revolución también lo es, ahora más que nunca. La dificultad añadida de enfrentarse a todos los imperialismos del mundo halla su reverso luminoso en la posibilidad de unir a los proletarios de todos los países en una fuerza imparable contra el capital.

Una vez definido el proletariado como clase se desprende de forma lógica su condición de clase revolucionaria. La negación del capital, es decir, la instauración del comunismo, pasa por la puesta en marcha de las fuerzas que niegan el capitalismo. El proletariado, siendo la parte fundamental de las fuerzas productivas de la sociedad burguesa, es el sujeto encargado de realizar esta transformación.

La clase revolucionaria aparece en un principio, ya por el solo hecho de contraponerse a una clase, no como clase, sino como representante de toda la sociedad, como toda la masa de la sociedad, frente a la clase única, a la clase dominante. Y puede hacerlo así, porque en los comienzos su interés coincide realmente todavía más o menos con el interés común de todas las demás clases no dominantes y, bajo la opresión de las relaciones existentes, no ha podido desarrollarse aún como el interés específico de una clase especial. Su triunfo beneficia también, por tanto, a muchos individuos de las demás clases que no llegan a dominar, pero sólo en la medida en que estos individuos se hallen ahora en condiciones ele elevarse hasta la clase dominante. Esto el proletariado lo hará solo que sus intereses se alienan con los de la humanidad en general, no de una clase u otra, si no en la destrucción de las clases8.

La burguesía fue la primera clase que se universalizó como tal, es decir, barrió con todo lo anterior y extendió su yugo en todo el planeta. Pero esto a la vez creó en todos sus dominios su enterrador, uno con capacidad universalizadora y con potencial de barrer todo a su paso y establecer un nuevo orden social. Las razones por la cual esta clase es la clase revolucionaria del modo de producción capitalista son, sintéticamente, las siguientes:

1. Es la más numerosa, la que más crece en detrimento de otras clases que debido a las tendencias del capitalismo se proletarizan –campesinos pobres, burgueses que se arruinan, etc.– y pasan a engrosar las filas del proletariado. La contradicción entre capital y trabajo genera constantemente una resistencia del trabajo frente al capital. No obstante, debido a las dinámicas inmanentes al modo de producción, el capital tiende a imponerse sobre el trabajo agudizando dicha contradicción y ampliando numéricamente la cantidad de trabajo que parasita, es decir, engrosa las filas de los proletarios a los que explota.

2. Algo que diferencia al proletariado de otras clases oprimidas en modos de producción precapitalistas es que el obrero no está atado a un amo, no depende de la vinculación con un miembro de otra clase a título individual, sino que se halla dominado por la clase burguesa en general. La burguesía en su conjunto explota al proletariado como clase, un proletario no pertenece por lo tanto a un burgués, si no a la clase capitalista en su totalidad.

Es decir, el proletario no es comprado una vez y para toda la vida como el esclavo, que pasa a estar en una relación de dominación bajo su amo, establecida de forma directa, ni tampoco se halla vinculado a una parcela bajo control de un señor feudal. El proletariado debe someterse cada día «voluntariamente» a cualquier burgués que lo contrate. Si no consigue venderse al capital, no puede reproducir su vida.

3. A diferencia de la clase pequeñoburguesa, noble o campesina, no tiene nada que defender. Es la clase opuesta a la propiedad por antonomasia. Siendo la representante del trabajo, la clase que genera la riqueza del mundo, se halla completamente desprovista de sus frutos. En última instancia, el proletariado es también la clase más disciplinada debido a las terribles jornadas de trabajo ya la coerción a la que es sometida. Para más inri, es la clase que recibe las peores consecuencias de las crisis y el capitalismo en general. Es la clase a la que le afectan más las tendencias destructivas del capital con la naturaleza y el trabajo, es la clase que nada tiene que perder, salvo sus cadenas.

4. El proletariado, aparte de ser la clase revolucionaria dentro del modo de producción capitalista, es la clase revolucionaria en general. A diferencia de las clases explotadas anteriores, tiene unos intereses emancipadores que se alinean con los de la emancipación de la humanidad en su conjunto. Es la única que puede terminar con la lucha de clases que enfrenta a la humanidad contra sí misma.

Cuando los escritores socialistas asignan al proletariado ese papel en la historia mundial, no es, ni mucho menos porque consideren a los proletarios como dioses, sino todo lo contrario. Porque en el proletariado plenamente formado ha alcanzado su máxima perfección práctica la abstracción de toda humanidad y hasta la apariencia de ella; porque en las condiciones de vida del proletariado todas las condiciones de vida de la sociedad actual están condensadas, agudizadas del modo más inhumano; porque el hombre se ha perdido a sí mismo en el proletariado, pero ha adquirido, a cambio de ello, no sólo la conciencia teórica de esa pérdida, sino también, bajo la acción inmediata de una penuria absolutamente imperiosa —la expresión práctica de la necesidad—, que ya en modo alguno es posible esquivar ni paliar, el acicate inevitable de la sublevación contra tanta inhumanidad: por todas estas razones, puede y debe el proletariado liberarse a sí mismo. Pero no puede liberarse a sí mismo sin abolir sus propias condiciones de vida, y no puede abolir sus propias condiciones de vida sin abolir todas las inhumanas condiciones de vida de la sociedad actual, que se resumen y compendian en su situación9.

La clase obrera se halla capacitada materialmente para organizarse de forma consciente hacia el comunismo. El capitalismo, debido a su forma de funcionar, usa de forma racional y científica la naturaleza. Pero este conocimiento se halla limitado por sus propias contradicciones. El capitalismo, que ha formado en la técnica y el análisis racional del mundo a los proletarios, otorga a la clase obrera la oportunidad de ampliar y extender el conocimiento científico, apropiarse de este y de la producción acumulados con tal de proyectar las potencias colectivas de la sociedad hacia un esperanzador futuro.

En la formación de una clase cargada de cadenas radicales, de una clase de la sociedad burguesa que no es clase alguna de la sociedad burguesa, de un estamento que implica la disolución de todos los estamentos, de una esfera a quien sus sufrimientos universales prestan un carácter universal y que no puede reivindicar para si ningún derecho aparte, porque el desafuero que contra ella se comete no es ningún desafuero especifico, sino la injusticia por antonomasia; que no puede invocar ningún título histórico, sino solamente el título humano; que no es parcialmente incompatible con las consecuencias, sino solamente incompatible con los fundamentos del Estado alemán; de una esfera, en fin, que no puede emanciparse sin emanciparse de todas las demás esferas de la sociedad, emancipándolas al mismo tiempo a ellas; que representando, en una palabra, la total perdida del hombre, solo puede volver a encontrarse a sí misma encontrando de nuevo al hombre perdido. Esta disolución de la sociedad es el proletariado.10

El proletariado como sujeto revolucionario tiene la capacidad de transformar su medio social, de convertir los medios de producción, bajo los cuales está sometido por la burguesía, en medios de producción al servicio de la humanidad y no de un sector privilegiado de ésta. Al servicio de la producción de bienes y servicios que cubran las necesidades manifiestas del conjunto de la sociedad.

Marx y Engels pretendían realizar, mediante la crítica de la economía política, un análisis del capitalismo para demostrar los límites inmanentes de este modo de producción. El sistema es fundamentalmente contradictorio. El capitalismo está condenado a toparse con sus propias restricciones constantemente. Bajo este modo de producción chocan de forma irremediable la necesidad de producción de valores de uso y la necesidad de producción de valor en general. Las formas sociales capitalistas son las únicas en las que puede existir la producción bajo la sociedad burguesa, y, por lo tanto, la producción y reproducción de la vida se ven sometidas al imperativo de la valorización.

El carácter antagónico entre la cada vez mayor socialización y división social del trabajo y la creciente acumulación de la riqueza generada por ese trabajo en manos de unos pocos capitalistas constituye una de las contradicciones más claras y centrales del modo de producción capitalista. A medida que el capitalismo sigue su curso, una cantidad mayor de población es proletarizada y un número menor de burgueses acumulan una mayor cantidad de plusvalía que le es enajenada a la masa de productores. La producción está cada vez más distribuida socialmente, pero el fruto de esa producción colectiva se agolpa en manos privadas y pertenece a cada vez un menor número de polos de acumulación.

La organización y distribución de la riqueza social están mediadas por una instancia que se sitúa ante ellas: el mercado, donde las decisiones se toman de forma privada. Que suba el precio de la comida, que la vivienda sea impagable, que una empresa vierta productos químicos en un río, que el cambio climático avance sin freno, que aumente el paro sin remedio, las guerras, los genocidios… Todas estas manifestaciones de la barbarie, a pesar de ser fruto de la actividad humana, se les aparecen a los individuos como algo ajeno e incontrolable. La mayor parte de la sociedad no alberga ningún tipo de capacidad de decisión sobre estos asuntos. A pesar de ser producto de su propio trabajo, el proletariado no tiene ninguna capacidad para decidir sobre el mundo. La forma en la que el mercado fluctúa, el avance inevitable hacia la crisis, el decrecimiento de la tasa de ganancia que imposibilita la generación de valor, todos estos fenómenos aparecen como inevitables, pero son producto de la anarquía de la producción que reina en la sociedad capitalista. Después de que el proceso de producción-intercambio-consumo haya finalizado, el capitalista siempre vuelve a obtener su capital reembolsado, el trabajador siempre vuelve a encontrarse con la necesidad de vender su fuerza de trabajo y la sociedad vuelve a encontrarse ante la necesidad de producir. Así que, libremente, vuelven a encontrarse en el mercado los proletarios desesperados y el burgués con su capital valorizado y listo para volver a iniciar el proceso que sume el mundo en el caos una y otra vez.

Los diferentes capitales dependen cada vez más del uso de la tecnología para reducir el trabajo necesario, pero a la vez el trabajo es la única forma de medir y añadir valor para obtener plusvalía y, por lo tanto, ganancia para el capitalista. El desarrollo científico y tecnológico, necesario para el capitalismo, no sirve para liberar horas de trabajo para dedicarlas al disfrute personal, sino que se traduce en desempleo y perdida de salario real del proletariado y en crisis cíclicas de producción. Además, gran parte de las fuerzas productivas terminan invertidas en trabajos dedicados a mantener por la fuerza un sistema cuyo funcionamiento es contradictorio y debe sostenerse en base a la fútil lucha constante contra su autodestrucción.

El movimiento del capital es esencialmente contradictorio, pero ese movimiento no existe en el éter. Es producto de la actividad humana y de las relaciones sociales. Por lo tanto, en la actividad humana y en las potencias sociales existentes reside la posibilidad de la superación de este tipo de relaciones de producción mediante la reorganización consciente de la sociedad en todas sus facetas. Creando una sociedad sin mercancía, dinero, clases ni Estado. Una comunidad de productores libres.

A pesar de la violencia que ejerce el capital sobre el trabajo y la naturaleza, a pesar de las catástrofes naturales, las guerras, las muertes y las mutilaciones, el agotamiento, el dolor, la tristeza y las humillaciones, el capital, que somete todo a su paso, no termina de asfixiar del todo la voluntad del proletariado. La resistencia de aquellos que ansían la libertad del ser humano no cesa, pues no se resignan a conformar un engranaje más del gran aparato burgués.

El movimiento del capital aparece como una fuerza tan fundamental como lo es la fuerza gravitatoria sobre los cuerpos con masa. Y tan real debería parecernos la atracción de una masa sobre otra como la lucha contra cualquier forma de explotación u opresión. El capitalismo debe ser enterrado y sus defensores junto a él. Su sepulturero, el proletariado, aquella clase que es dada por muerta por los liquidadores, sigue vivo. Y así lo hará mientras viva el capital. Tal es su condena. Tal es su cometido.

La cuestión que debe hacerse cada uno es de qué lado de la historia quiere estar: Proletariado o Burguesía. Comunismo o crisis. Revolución o barbarie.

Los condenados de la tierra deben elegir.


  1. Ódena, E. La dictadura del proletariado, una cuestión fundamental del marxismo-leninismo ↩︎
  2. Rubin, I. (2021). Ensayos sobre la teoría marxista del valor (1.a ed.). Ediciones Dos Cuadrados. ↩︎
  3. Ibidem ↩︎
  4. Ibidem ↩︎
  5. Larivière, V., Gingras, Y., & Archambault, É. (2009). The Decline in the Concentration of Citations, 1900-2007. Journal of the Association for Information Science and Technology, 60(4), 858-862. https://doi.org/10.1002/asi.21011 ↩︎
  6. Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto del Partido Comunista ↩︎
  7. El rechazo furibundo al proletariado empleado por el Estado –aunque tenga las mismas o peores condiciones que el resto– o la defensa a ultranza de «lo público» constituyen el anverso y el reverso de un mismo revisionismo impulsado por la pequeña burguesía y la aristocracia obrera. ↩︎
  8. La ideología alemana, Karl Marx y Friedrich Engels ↩︎
  9. Karl Marx y Friedrich Engels. La Sagrada Familia ↩︎
  10. Mehring citando a Marx en Karl Marx: historia de su vida. ↩︎